En el foso de los leones

En el foso de los leones

Me condujeron a La 40 en un carrito cepillo del SIM, acompañado de tres calieses y esposado, luego me retiraron mis ropas y escasas pertenencias, ya que tuve oportunidad de dejar otras con mi madre, cuando fui detenido en nuestra casa. Se inició un angustioso período, muy severo para mi vida a los 21 años, así como a toda mi familia. Los sueños chocaban ahora con la dura realidad de una dictadura que no consentía en debilidades.

El proceso de interrogatorio se inició en horas de la noche. Sentado en la famosa silla eléctrica, y mediante el uso del bastón eléctrico, me querían obligar a denunciar mis contactos y ampliar lo que hasta ese momento habían declarado los otros detenidos. A media noche nos llevaban a lo que se llamaba el Coliseo, que era la base de la torre de comunicaciones, en donde se procedía a golpear algunos de los prisioneros seleccionados, en presencia de todos, para amedrentarnos.

Confiaba que mi vida no corría peligro, pese a las amenazas y a las torturas, ya que como católico militante, creía en una promesa de los que llevaban a cabo el ritual de comulgar nueve primeros viernes de cada mes consecutivos, no moriríamos sin asistencia espiritual. Tenía ese convencimiento que me fortaleció y me permitió resistir adecuadamente todo el tiempo que estuve encarcelado.

Para la segunda noche, cuando insistían con golpes y corrientazos del bastón, se me ocurrió involucrar al antiguo agregado cultural de la embajada americana, William Pugh, quien ya hacía un mes que se había marchado del país, después del decretado aislamiento diplomático de los países hemisféricos.

 Desde ese momento cambió todo el proceso de interrogación, en que el consultor jurídico del SIM, laboriosamente preparaba las nuevas declaraciones, que luego eran firmada por mí ante la presencia del coronel Candito Tejeda, Clodoveo Ortiz y el capitán Del Villar.

Con esa novedad en mi declaración, aseguraba de esa manera la integridad física mía y de mis compañeros, ya que la noticia del complot, develado como un atentado en contra del doctor Balaguer, fue propalado por todos los medios el 18 de septiembre.

 Desde ese momento nos mantuvieron en nuestras celdas sin más torturas e interrogatorios. En honor a la verdad se nos suministraban comidas aceptables en comparación con el infierno que íbamos a encontrar en La Victoria.

Mi compañero de celda era Condecito, como les decíamos cariñosamente. Ese tiempo en cautiverio nos permitió ahondar en nuestros gustos literarios, ya que él poseía una vasta cultura. Ese encierro era en un calabozo, que por cama, era el piso de concreto; la ventaja que el baño tenía ducha e inodoro, de esa manera manteníamos una buena higiene corporal y del área de la celda.

A raíz de mi apresamiento, mi tío Rafael Herrera envió el 21 de septiembre del 1960 una emocionante misiva a Trujillo, en donde decía: “Este sobrino siempre ha sido uno de mis mayores cariños; y aún en la amargura de esta hora, mentiría si le dijera que he dejado de quererlo. Repudio indignado el abismo de error en que ha caído”. Más adelante agregaba: “Acongojado y resentido como estoy por su conducta, mantengo la esperanza que habrá de volver a las filas de la lealtad y el patriotismo, bajo la bandera generosa y triunfadora del Generalísimo Trujillo”.

(Continuará).

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