En el manejo de las edades

En el manejo de las edades

Más o menos lo sabemos. Cada edad tiene sus características y nos sorprendemos admirativamente cuando un niño –por supuesto que no me refiero solo a los varones- da muestras de actitudes, intereses y posibilidades inusuales para una criatura de su edad.

Por supuesto, si se trata de peculiaridades con pocas manifestaciones externas, como fue mi caso, no pasé (gracias a Dios) de que los amigos y hermanas de mi padre consideraran gran error que no me inscribiera en una escuela ni permitiera que jugara con los niños del vecindario… ese vecindario apacible y poético de la calle Dr. Delgado.

Pero así se hizo. Recibía clases en la casa y cuando salía, o era con uno de mis progenitores o con un acompañante procedente de la imprenta paterna. Mis tías estaban aterradas: “Ese niño será un tipo huraño, incapaz de lidiar con la vida!

Papá, si estaba de buen humor, se reía. Si no lo estaba, mandaba al carajo a sus preocupadas hermanas.

Recuerdo que en los albores de la adolescencia, practicando escalas con mi violín en la imprenta de la calle Padre Billini, cerca de una de las altas rejas de hierro descascarado, el venerable maestro José de Jesús Ravelo (Don Chuchú), se detuvo en su caminata para decirle a papá: “Bienvenido, esas escalas tan difíciles no son para un niño… limítate al método tradicional… Delfín Alard”. Aunque papá lo escuchó con todo respeto, él había adquirido con los judíos de la pequeña librería “Para Ti”, situada en la calle El Conde, no lejos del Parque Colón, una serie de obras para violinistas que incluía los ejercicios de Hans Meyer-Raubinek, complejos y áridos, pero efectivos al aumentar considerablemente las dificultades de Grandes Conciertos para violín, de manera que la auténtica obra resultara más fácil.

Existía la impresión de que yo era obligado a estudiar horas y horas. Nada menos cierto. Yo practicaba el violín en muchos momentos del día, a ratos. Mi padre nunca me pegó u obligó con el feroz vocabulario que tenía. Ocasionalmente decía: “Violín”. Eso era todo. Entendió mi interior y se sonreía cuando yo dejaba abruptamente de lado el violín para buscar en el diccionario o enciclopedia una palabra o un concepto que me inquietaba y luego volvía al instrumento.

Cada ser humano constituye una realidad irrepetible y cada edad es una realidad irrepetible, tan fuerte que –por citar un ejemplo– el famoso compositor Benjamin Britten “quedó congelado en los trece años” según refieren estudiosos de su vida: entrado en años, gustaba de manejarse como un pre-adolescente, y no podía mas que disimular su realidad ante el común de la gente. A los cuarenta años no había perdido su exagerado carácter infantil, permitiéndose juegos, travesuras, jerga colegial y lenguaje de niño pequeño. Algo incomprensible cuando se escuchan sus composiciones. Maduras, atrevidas y conmovedoras.

Incomprensible, como es el ser humano.

Pero es que resulta muy difícil acomodarse, aceptar y vivir la edad que se tiene, los achaques y debilidades que conlleva esa sumatoria de años que, en el mejor de los casos, nos hiere solo en lo físico y nos deja en el alma una parpadeante flama de interés por la vida, por la observación y disfrute de cosas simples y hermosas de la Creación y entonces somos capaces de embelesarnos en la contemplación de una puesta de sol, de una profusión de estrellas, de los juegos infinitos del mar o del viento que se entretiene haciendo remolinos tiernos con las hojas secas de otoño.

Hay que mover nuestras edades hacia el disfrute de lo que es posible alcanzar, y no olvidar que todo se mueve.

No necesariamente para mal.

Por lo menos, no siempre.

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