En el Museo de Arte Moderno Fernando Varela,
letrado y letrista

En el Museo de Arte Moderno Fernando Varela, <BR>letrado y letrista

POR MARIANNE DE TOLENTINO
El Museo de Arte Moderno está ofreciendo una temporada cimera con tres exposiciones a la vez muy distintas y valiosas: el Salón de Julio –pintura joven ecuatoriana–, la antología multimedia de Leopoldo Maler, dibujos, esculturas y pinturas de Fernando Varela. Casualmente, por el origen de los expositores, América del Sur –Ecuador, Argentina, Uruguay– se impone hoy con carácter exclusivo en la institución de la Plaza de la Cultura. Un conjunto de alto interés y calidad.

Elocuencia de «La Palabra Callada»

Cuando, después de recibir el impacto de las instalaciones de Leopoldo Maler en la segunda planta del Museo, el espectador está confrontado con la exposición de Fernando Varela, ocupando todos los espacios a nivel de la calle, la impresión dramática continua. Las letras, arrojadas e incrustadas en los lienzos, parecen los nombres mezclados –o sus iniciales– apenas sepultados en tierras portadoras de víctimas ignotas. Podría ser una primera lectura de estas superficies misteriosas y fascinantes. Pero si empezamos la visita por las obras que conforman «La Palabra Callada», ciertamente no surgirá la misma asociación, y nacen otras reflexiones.

Queremos hacer esa observación, casi de entrada, para evitar la simple calificación de minimalismo, que muchos estarían tentados de aplicar a los últimos palimpsestos y estelas de Fernando Varela. Una impresión eminentemente metafísica se produce al mirar sus mundos que, aun en dibujos y pinturas, nunca se reducen a las dos dimensiones de la tela o el papel. La aparente similitud de los trabajos, en diferentes formatos y colores, engaña solamente al espectador apresurado y superficial, o a quien desea ubicar la obra en un estilo conocido.

No es una exposición que se recorre, sino que se descorre. Como siempre en las propuestas visuales del artista, signos místicos y/o mágicos suscitan una intensa curiosidad y se convierten en una fuente de meditación… cuando no se vuelven obsesivos. ¿Cuáles serán los misterios que se esconden detras de estos soportes, tanto composiciones plásticas como descomposiciones gráficas? Si optamos por privilegiar la letra, la palabra, el (anti)texto o «a-texto», sobrepasamos la inmediatez de la mirada, a la que suceden naturalmente los esfuerzos de la mente. Creemos que una persona «antifilosófica» o que sencillamente busca la facilidad de apreciación, queda ajena al sentido plural de la obra de Varela y a lecturas enriquecedoras, hoy como ayer.

Una expresión completa y compleja

Fernando Varela desconoce las concesiones a la factura, al gusto y a la elegancia. Cuando observamos de muy cerca sus obras, encontramos esos valores de índole puramente artística y estética, una expresión de lo bello que concurre a elevar los valores interiores y a mostrar el dominio de la parte objetiva. Volveremos a afirmar que, en la continuación de una técnica perfeccionista, una autoexigencia implacable se incribe en un compromiso magistral, existente desde –por cierto– su exposición individual en el Museo (entonces Galería) de Arte Moderno en 1988.

La pulcritud de la ejecución es ahora un auténtico sello –tal vez un metamensaje– que inscribe, graba, escarifica los signos en la epidermis de cada una de las obras, con mayor o menor profundidad. Esa madurez, cuidadosamente cultivada, elabora o más bien labra la materia a varios niveles: el color y tono que es base del cromatismo, los matices que diseñan una topografía movediza, las letras que constituyen la vertiente fundamental de esta colección. Estos componentes instrumentan una realidad superior o una suprarrealidad, dependiendo de cómo los interpretemos. En la creación de Fernando Varela, siempre ha habido, de manera consciente, una simbiosis de signo y de símbolo, cuando no una alegoría evidente –así otrora la transmutación del caliz–.

José Bobadilla, en su hermoso ensayo para el pre-catálogo, hizo un análisis personal, todo en fineza y sabiduría, que ameritaría varias citas… Por ejemplo él afirma: «No hay concesiones. El facilismo complaciente de gestualidades o figuraciones que conducen la idea hacia el argumento de contornos intelegibles no existe(…) No. Varela no nos da respuestas. Nos introduce con agrado en las perspectivas abisales de sus dudas y certidumbres». El escritor y poeta continúa, con su enfoque del silencio vareliano…

«La Palabra Callada», título de la muestra, equivaldría a un tiempo de silencio, un minuto o una eternidad. También la podemos descifrarla como partitura aleatoria, o, en una transferencia sinestésica, escuchar ese renovado letrismo, como una inmensa cacofonía. Curiosamente, si percibimos algún silencio será… aquel del contemplador, que –mientras esté realmente interesado– demora la mirada y se recoge espontáneamente, copartícipe de la búsqueda y buscando las claves de la imagen.

Diríamos que Fernando Varela nos invita a leer… a partir de su Alfabeto, de hecho un políptico –¿cómo separar estos cuadros?–, que es conceptual y cromáticamente una de las obras capitales del conjunto. Además está muy bien museografiado.

El letrado artista aquí juega seriamente y con sutileza nos enseña a leer. Subraya, ahora con ordenamiento tonal, la importancia de esa grafía omnipresente. Con inteligencia, la presenta, metódica y reiteradamente, para luego «soltarnos» en el desorden de las letras liberadas, convertidas en una trama, un tejido, un medio biológico, ¿por qué no?

Trátese de las pinturas o de los dibujos –o más bien obras sobre papel–, la captación del texto, ignorando su valor rítmico, matérico y figurativo, podría culminar en un acertijo. Quien descartaría que los cuadros encierran algún enigma, una voz, un mensaje… casi inalcanzable para el descriptor ordinario. Es que nos resistimos, conociendo los antecedentes de la obra, al mero «manojo de signos» que tampoco acepta José Bobadilla, interviniendo para él los recursos de la emoción.

Respecto a las obras propiamente tridimensionales, una doble pieza–instalación contrastante, y una sugerencia de monumento, fortalecen la exposición. Para la primera en blanco y negro, el uso minucioso y pensado de formas, superficies y volúmenes, nos remite otra vez a cánones de estética metafísica, inspirando el sosiego y la vida interior. La segunda escultura, letrista, es un homenaje, que cabría edificar en dimensiones de arte público.

«La Palabra Callada», una exposición de encantamiento paulatino, se dirige a los que aman la dificultad de la revelación lingüística y una plástica contemporánea de particular sofisticación.

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