En el nebuloso drama de lo incomprensible

En el nebuloso drama de lo incomprensible

No cabe duda. La vida transcurre más rápido de lo que podemos percibir. Hace  pocos días me cayó en las manos una vieja foto en la cual aparezco, con siete años, un traje completo azul marino -con pantalones cortos como entonces usaban los niños- medias de pequeños rombos y zapatos negros. Parece que estoy tocando un violín que me queda grande. Vuelve a mí la escena. Reconocí las altas puertas de aquella casa en la calle Eugenio Perdomo,  donde estaba la habitación de mis juguetes, lugar donde vivimos el poco tiempo que perduró la rabieta de mi padre con Mon Saviñón, este último también dueño de la propiedad de la Dr. Delgado esquina Santiago, tan poética para mí.

   Mon le había dicho a papá que si no podía pagar a tiempo el alquiler de esa vivienda de Gascue (según usualmente se llamaba el sector) le podía ofrecer una más barata en San Carlos.  Pasaron años antes de la mudanza y ya yo había ingresado en la Sinfónica (“un blanquito de Gascue”, decían algunos músicos a mis espaldas no lejanas) y ganaba cuarentaicinco pesos mensuales, con los cuales mamá pagaba puntualmente el alquiler y sobraban cinco pesos.

  Tiempo después, papá declaró que necesitaba  el “aire puro” de San Carlos, y allá fuimos a tener.

   A lo que voy, es a la presteza con la cual se saltan hacia atrás setentaicinco años, y revive aquel refugiado alemán que vendía rosados dulces de arroz en las tardes tiernas y aromáticas de la antigua casa de  Gascue, cuando por nuestra calle apenas cruzaban escasos vehículos a motor y las “marchantas”, salvo una, eran bien humoradas y   dispuestas al “fiao”. Todos esos recuerdos, tan detallados, llegan y me anegan de golpe el alma, esa “anímula, vágula, blándula…” a que se refiriera el Emperador romano Adriano (117-138)  en exquisitos versos latinos.         

   Nos preguntamos con palabras de San Agustín: “Quid ergo est tempus?” (¿Qué es el tiempo?) Y él se respondía: “Si no me lo preguntan, lo sé, si lo quiero explicar, no lo sé”.

     Es que a veces tenemos atisbos de los grandes misterios y cuando intentamos ponerlos en las pétreas y burdas limitaciones de nuestras palabras, las ideas se evaporan de nuestro cerebro, porque son luces  difícilmente atrapables en su duración elusiva y resbalosa.

   Me asombro de la fortuna de Einstein y de los sabios que le precedieron, por haber podido atrapar la quintaesencia de una idea tan fuerte como para alterar el curso de viejos pensamientos fundamentales. Un chispazo de luz trascendente hizo a Thales de Mileto (c. 625 a.C.- c. 547 a.C.) afirmar que “todas las cosas estaban hechas a partir del agua”, desde entonces muchos chispazos han revelado misterios, aunque sea abriendo el camino a la discusión clarificadora, correctora y efectiva.

   Nuestro empeño está en atrapar los misterios. Lamentablemente sólo nos ocupamos de los misterios no concernientes a la función conductual humana.

   ¿Por qué actuamos así? ¿Tan impíamente? ¿Con tal desconsideración hacia los demás compañeros de especie? ¿Por qué no somos una especie mejor?

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