En el nombre de Rosario Ferré

En el nombre de Rosario Ferré

El incesante universo, lleno de las maravillas que le depara la esfera tornasolada a Jorge Luis Borges, se aleja de Rosario Ferré. La escritora puertorriqueña, hija de Luis A. Ferré y Lorencita Ramírez de Arellano, nace en la cuna de una familia de tradición oligárquica de fuertes raíces caribeñas. Los Ramírez de Arellano (algunos la emparentan con el pirata Roberto Cofresí y otros con los hateros Juan Sánchez Ramírez y Ciriaco Ramírez). El matrimonio de don Luis y Lorencita significó la deriva burguesa de esta familia, que supo campear los cambios a que fue sometido Puerto Rico en los últimos dos siglos: el cambio de soberanía de España a Estados Unidos, la destrucción de la economía local a favor de una sociedad de consumo que significó la pérdida de la industria del café, economía dominante desde finales del siglo XVIII hasta 1930, cuando el ciclón San Ciriaco destruyó las últimas plantaciones. También la depresión del treinta y el acomodamiento de posguerra.
El artífice de las transformaciones económicas fue don Luis, hombre culto en el buen sentido de la cultura clásica; comerciante, se dedicó a la construcción para lo que había estudiado ingeniería en MIT y pudo intervenir de manera destacada en las construcciones que se realizaron para dotar a Puerto Rico con la espada de la defensa Sur del ejército de Estados Unidos. La posguerra es el gran escenario, la conversión de producción local en sustitución de exportaciones también le favoreció.
Además del comercio, don Luis participa en la política y llega a ser una de las figuras más emblemáticas de la corriente pesimista y anexionista que, en su realismo político, busca un entendimiento con las élites coloniales. Buen conversador, diplomático y expositor de ideas, dentro de su manera de concebir las relaciones de Estados Unidos y Puerto Rico, se colocó más cercano a su ideal que ya había levantado bandera desde muy temprano el doctor José Celso Barbosa y se opuso al entendimiento del Estado Libre Asociado de Luis Muñoz Marín. Bastó con que ese proyecto entrara en crisis y fue elegido el primer gobernador de su ideología en 1968.
Los Ramírez de Arellano fueron miembros de las ciudades letradas puertorriqueñas, otras mujeres, además de Rosario Ferré Ramírez de Arellano fueron escritoras destacadas, Olga Ramírez de Arellano, tía de Rosario y Olga Nolla Ramírez de Arellano, se destacaron como poetas, “Dafne en el mes de marzo” (1989). En el caso de Olga, una de las mejores de la generación que comenzó a publicar en los años setenta. Ida a destiempo, pérdida dolorosa para los que la tratamos, dejó tres importantes novelas: “La segunda hija”, (1992) “El manuscrito de Miramar” (1998) y “Rosas de papel” (2002).
En la década del setenta, Rosario Ferré se convirtió en una escritora rebelde. Rebelde contra la ideología de su padre y rebelde contra su propia clase social. Educada en un colegio de la élite ponceña tiene una admirable formación en inglés y se doctora en literatura hispanoamericana en el exterior. Sus tesis de maestría y de doctorado muestran su formación sólida y su penetración crítica. Se destacan su tesis sobre Julio Cortázar (“Cortázar: El romántico en su observatorio (1991)”, maestro emblemático de su generación y el texto sobre la narrativa de Felisberto Hernández (“El Acomodador: una lectura fantástica de Felisberto Hernández” (1986).
En los setenta floreció en Puerto Rico el frente cultural puertorriqueñista que fundamenta de forma definitiva la visión del escritor de Puerto Rico como intelectual comprometido con la independencia de su patria. En esos años concluyen varias generaciones: los maestros del treinta, (Manrique Cabrera, Margot Arce, Concha Meléndez) los maestros del cuarenta y del cincuenta (René Marqués, José Luis González y Emilio Díaz Valcárcel) y la figura tutelar del setenta, como Luis Rafael Sánchez. La lucha universitaria se daba por el idioma, el rechazo al reclutamiento obligatorio, la Guerra de Vietnam, la difusión del feminismo, el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos y la difusión de las ideas de la Revolución cubana. Estos influjos que se sentían de manera destacada en Puerto Rico.
El periódico “Claridad” y su suplemento literario “En Rojo” se encontraban a la vanguardia. Mientras revistas como “Sin Nombre”, dirigida por Nilita Vientós Gastón, daban a conocer a la nueva hornada de escritores de Puerto Rico que tuvieron su ciudad letrada en Ciudad México, con José Luis González; en Madrid, con Emilio Díaz Valcárcel y Tomás López Ramírez, en Nueva York. La diáspora dirigida por Clemente Soto Vélez y Pedro Pietri logra la inserción de los estudios puertorriqueños en las universidades norteamericanas (Ricardo Alegría, María Teresa Babín y Juan Flores).
Rosario Ferré y Olga Nolla participan en este frente de escritores puertorriqueños y tienen con ellos las mismas luchas, pero siempre como rebeldes a su origen de clase. Rosario Ferré lucha por ensanchar la cultura puertorriqueña y su literatura con la revista “Zona de Carga y descarga” que, junto a “Sin nombre”, publica lo más granado de la literatura hispanoamericana y puertorriqueña. Figuras como Mario Vargas Llosa –quien dictara un curso sobre narrativa en la Universidad de Puerto Rico al que asistió Rosario–, y Jorge Luis Borges, completan un cuadro de las coordinadas de las letras puertorriqueñas en esos años.
La primera obra de Rosario Ferré que tiene repercusiones internacionales, “Papeles de Pandora” (1976), es un texto híbrido que muestra no solo su formación esmerada y su predilección por la cultura clásica, como la de su padre, fundador de Museo de Arte de Puerto Rico, uno de los legados artísticos más importantes de nuestra América, sino una destacada manera de escribir la realidad de las familias acomodadas, como lo hace en cuentos emblemáticos como «La muñeca menor» (1976), «El cuento envenenado» (1976), y en textos como «Maldito Amor» (1989) o en la novela «La casa de la laguna» (1995).
En su generación se destaca, además de la genealogía literaria de la élite puertorriqueña, por un uso esmerado del lenguaje que la hermana a escritores como Tomás López Ramírez (“Cordial magia enemiga”, 1972) y Manuel Ramos Otero (“La novelabingo”, 1976). Estos autores tienen a Emilio Díaz Valcárcel, a Luis Rafael Sánchez y a Julio Cortázar como figuras paradigmáticas. A pesar de los planos que trabajan el lenguaje puertorriqueño, tan rico luego del tránsito del campo a la ciudad y de la ciudad a Nueva York, como se echa de ver en el itinerario de «La carreta», el drama de René Marqués, estos autores ponen en vigencia un decir expresivo y poético de primera categoría.
La poesía de Rosario Ferré alcanza, a mi manea de ver, mayor altura en «Fábula de la garza desangrada” (1982) y en «Las dos Venecia» (1992), los contextos culturales quedan hermosamente trabajados, la búsqueda de una identidad de lo puertorriqueño con lo universal le da sentido a la poética de Palés Matos y niega a José Isaac de Diego Padró. La altura lírica es también inusitada. La ciudad queda dibujada en una poética innovadora, muy influida y normada por la antipoesía de Nicanor Parra y por la poesía nueva estadounidense.
Los logros poéticos de Rosario Ferré no están a la misma altura que su obra ensayística, la cual es salvada por sus estudios literarios. Su intento de escribir en la lengua inglesa no fue muy bien recibido. Pero estas razones, justas o no, no desmerecen una obra sobresaliente y a una autora que bebió en la efervescente cultura latinoamericana en un tiempo de tantas disonancias. Su obra nos obliga a inclinar la cabeza ante su partida.

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