La sentencia de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) en el caso de la Sun Land, ha colocado a dicha Corte y al Poder Judicial en el ojo del huracán. En la picota pública, como venía siéndolo por su inexplicable tardanza en decidir los recursos en inconstitucionalidad de los que había sido apoderada hace 14 meses para evacuar un fallo que hace cuestionable su credibilidad e independencia institucional.
Con ella, la SCJ rompe el molde que forjaría principios jurídicos que se creían inmutables y fundamentos jurisprudenciales que enmarcaban en buena lid el difícil quehacer judicial.
Restringir y acomodar el derecho ciudadano, reconocido a toda persona física o moral, de impugnar una decisión contraria a la Constitución bastándole para ello ser parte interesada, es decir, movida por un interés serio y legítimo, no chabacano, y estar legalmente facultado para ejercerlo, es una burda manipulación puesta al servicio de intereses extraños a la justicia.
Decidir que una demanda es irrecibible por falta de calidad de los sustentantes y luego admitirla y abocarse a conocer el fondo de la demanda misma para reconocer su procedencia, es muestra de una ductibilidad trastornadora, impropia de la profesionalidad que suele investir a los dignos magistrados integrantes del Poder Judicial.
Pretender cerrar los ojos y hacer desaparecer el objeto de la demanda del escenario jurídico para descalificarla, desconociendo su singular existencia: el hecho cierto e incontrovertible de los pagarés firmados y honrados por el Gobierno; la misteriosa desaparición de los dineros desembolsados; la supuesta rescisión del contrato; la no tramitación al Congreso de la República del contrato de préstamo convertido en deuda pública por el aval del Gobierno tal como lo ordena la Constitución, son graves inconsecuencias que colocan al más alto Tribunal de la Justicia en el vértice del huracán del descontento que estamos viviendo, lo que resulta extremadamente peligroso para la seguridad institucionalidad de una democracia que parece inaccesible.