En el recuerdo de Francesco Montelli

En el recuerdo de Francesco Montelli

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Gateaba el 1947. En la lentitud provinciana de la entonces Ciudad Trujillo, con sus grandes espacios inhabitados que ya, desde un avión en descenso causaban extraña tristeza, arribaban al país, desde Roma, «Caput mundi», aunque torturada por la derrota bélica de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias, arribaban –repito– la «créme de la créme» de los instrumentistas italianos. Los mejores músicos clásicos, contratados por el delegado diplomático dominicano en Italia, Telésforo Calderón, por instrucciones del pintoresco y garcíamarquiano hermano de El Jefe, Petán Trujillo, quien había resumido su orden a que contratase «lo mejor». Así fue. La idea era tener en su emisora «La Voz del Yuna» (luego «La Voz Dominicana») una orquesta clásica superior a la Sinfónica Nacional, que le fue negada en cierta ocasión.

Fue la llegada de extraterrestres.

Eran aristócratas en su mayoría. Había entre ellos un Conde. Allí estaba Danilo Belardinelli, concertino de la Orquesta de la Academia Santa Cecilia de Roma y violinista solista reconocido en Europ; había artistas de gran valía aunque sencillos y amistosos, y estaba el líder del afamado «Cuarteto de Roma», el violinista Francesco Montelli, quien desde la posición (elegida por él) de Violín Segundo, lo manejaba todo con una autoridad que nadie osaba discutir.

Y tenía un éxito extraordinario con las mujeres más encopetadas de Europa.

Francesco Montelli era un personaje de la Roma gloriosa, la de las noblezas del alma, la de los patricios y los caballeros, que, por supuesto también yerran y eligen mal; era un hombre que podía hacer rememorar al cónsul Tito Manlio Torcuato, que condenó a muerte a su propio hijo por desobedecer órdenes que consideraba convenientes para Roma. No digo que fuese capaz de tal cosa, pero su efigie de patricio lo sugería.

En octubre de 1947 (esto lo sé por los invaluables documentos de Arístides Incháustegui publicados en su libro «Vida Musical en Santo Domingo (1940-1965)», el concertino de la Sinfónica Nacional era Mariano Dessí y yo estaba en el segundo atril de Violines Primos. Cuando Dessí decidió marcharse me recomendó como la persona que podía perfectamente sustituirlo. Quedaba pues junto a Montelli, que no quería pasar de la segunda silla, por una terquedad que él acariciaba.

Fuimos compañeros por muchísimos años. Hicimos cuarteto juntos, hablábamos de filosofía, de literatura, hasta que una tarde atinó a ver que yo llevaba conmigo un tomo de obras teatrales de Oscar Wilde. Se enfadó notablemente.

«Esas cosas degeneradas no se leen», me dijo con gran acidez y no valió que le explicara que lo leía para perfeccionar mi inglés.

Así de contundente era. Así lo recuerdo.

Había tocado bajo la batuta de Arturo Toscanini y recordaba con asombrosa precisión los «tempos» y los matices y hasta secretas combinaciones sonoras del legendario maestro, indicadas por él para «mejor servir al autor».

Así cambiaba matices en los grandes, como Beethoven o Brahms (especialmente en este último) y no dudaba en «mover» o «adelantar» fragmentos que entendía poco valiosos. En autores menores, llegaba a hacer cortes.

Con él aprendí que no todo es importante, aunque esté escrito por un genio. Hay rellenos, descansos, hay espacio para lo trivial. Me señalaba: «¿Quieres algo más trivial e inconsecuente con la grandeza de la Novena Sinfonía de Beethoven que esa «maledetta marcia» que le puso… um, chá chá, um , chá chá?»

Yo, con el atrevimiento de la juventud, le ripostaba… «Es que la vida es así».

Y él se quedaba pensativo en cada uno de esos casos. Luego me tocaba la cabeza y musitaba… «Giacinto…Giacinto…»

En cierta ocasión, ofuscado por las opiniones de quienes me aconsejaban salir del país, diciéndome que yo pertenecía a un nivel superior, acudí al severo Montelli. Toqué para él a solas. Luego le pregunté si consideraba que yo era un buen músico de atril, de fila, un valioso Concertino, un posible solista importante… más que importante…menos que importante…

–Puedes ser lo que quieras ser… Las fuerzas están ahí, depende de cómo las uses. De cómo puedas usarlas. De cómo quieras verdaderamente usarlas.

Fue una gran lección.

En el fondo, las ambiciones son la medida.

Y, en el fondo, posiblemente por radiaciones de mi padre, nunca he querido ser más que un buen dominicano.

Y sigo insistiendo en tratar de serlo.

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