En el recuerdo del árbol inmenso y las estrellas pálidas

En el recuerdo del árbol inmenso y las estrellas pálidas

En apacible sucesión, caminaban los primeros años cuarenta. Nos habíamos mudado a la recién construida serie de viviendas de “Mon” Saviñón, el obeso cuñado de Trujillo, encargado de la Lotería Nacional.
Dueño de una extraña mezcla de inocencia y sabiduría, este hombre compraba billetes de esa Lotería. Un domingo en la mañana, al mostrarle a mi padre un montón de billetes que había comprado, se quejó diciendo: –Esto es una vaina Bienvenido, mira todos los billetes que compré y ninguno sacó algo bueno… estos juegos son un robo… no joda nadie.
Papá lo miró con una sonrisa expresiva y le dijo: “…Pero Mon…”. Entonces él reaccionó alarmado… ¡Ay… sí yo estoy en la vaina!”
Este hombre, casado con una hermana del Generalísimo, levantó una serie de viviendas elegantes en la calle Dr. Delgado y la esquina con la calle Santiago. Nosotros estrenamos la edificación de la esquina, frente a un gran árbol de mango, imponente en la dignidad de sus muchos años. Por mucho tiempo, en los extraños avatares de mi adolescencia, ese árbol fue monumento de paz, de grandiosidad y de belleza protectiva.
Cuando la insensibilidad de un síndico ordenó su muerte, “en aras del progreso, ya que sus amplias raíces eran molestas”, yo lo lloré. Habían sucedido muchas cosas. Hacía tiempo que nos habíamos mudado, pero, para mí, era un árbol sagrado.
Luego, al haber cambiado tanto el entorno, el gentil vecindario de las viejas familias fue sustituido por un colmadón para vender vulgaridad y cervezas –contra las cuales no tengo nada, salvo la locación– y casi me alegro de que mi noble árbol esté lejos de ese descenso, carente de las sabias y amenas conversaciones diarias del padre Robles Toledano con mi padre bajo su sombra, y de los respetuosos sonidos de mi violín intentando penetrar en las esencias inmortales –casi sagradas– de las Sonatas de Juan Sebastian Bach para el violín solitario.
Pero nadie, ni el más insensible de los síndicos, puede asesinar y borrar la presencia viva de ese árbol mágico, cuyo espectro aún siento… y todavía… en alguna noche insomne, puedo dormir dulcemente en el recuerdo de su presencia, que penetraba hasta mi cama por un tragaluz de vidrios coloreados y me adormecía con su aroma de resinas y un sutil juego de sombras y lucecillas mientras él jugaba abriendo y cerrando el paso a alguna estrella brillante y remota que iba y venía, retozando alegría con la complicidad de aquel monumento de hojas y frutos en verde oscuro.
Durante aquel tiempo ido me tropecé (¿por azar?) con un verso del poeta mexicano Juan de Dios Peza que me marcó con líneas inolvidables:
“¿Quién eres tú, lucero misterioso/ tímido y triste entre luceros mil/ que al contemplar tu resplandor dudoso/ turbado siento el corazón latir?”
Susurraba la pregunta a través de los espacios vacíos de mi árbol, quedamente, mientras descendía el suave sueño que bajaba descalzo y calmado.
Y yo desaparecía.

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