En Irak, el camino por delante podría ser incluso más difícil

En Irak, el camino por delante podría ser incluso más difícil

BAGDAD, Irak.- En algún lugar en Irak, emblemático de todo lo que Estados Unidos ha logrado aquí, Saddam Hussein está encarcelado bajo vigilancia militar, esperando juicio por los años en que fue el malévolo coloso que hacía estremecer a todas las almas de Irak.

Pero si sabe algo sobre el mundo más allá de su celda, la última semana quizá haya servido a Saddam de sombrío consuelo, por lo que reveló sobre los problemas que ahora se desarrollan en el país. A un mes del aniversario de la caída del dictador, el proyecto estadounidense para reemplzarlo con la primera democracia funcional de Oriente Medio está en nuevo peligro y el camino por delante podría aún ser más peligroso que la distancia ya recorrida.

Fue una semana que demostró cuán lejos sigue Irak de los ideales proclamados por el Presidente George W. Bush mientras se preparaba para ir a la guerra en marzo pasado. Empezó y terminó con dolorosa evidencia para los estadounidenses de que incluso los iraquíes a los que identificaron como sus aliados más confiables, las 25 personas que forman parte del órgano consultor conocido como Consejo de Gobierno Iraquí, pudieran no estar de acuerdo en los aspectos básicos de una constitución temporal, el primer gran paso de los iraquíes hacia una redefinición duradera de su país.

También, estuvieron los atentados explosivos suicidas del martes que mataron a por lo menos 180 fieles chiítas iraquíes, el día más mortífero desde el derrocamiento de Saddam. Si los atacantes buscaban sembrar la guerra civil entre la mayoría chiíta y la minoría sunita, como sugirieron funcionarios estadounidenses, fracasaron; pero en formas que despertaron más dudas sobre la capacidad para establecer cualquier cosa de valor duradero que fuera digna del sacrificio estadounidense.

En Bagdad y Karbala, los enojados sobrevivientes de los atentados gritaron sus maldiciones no contra los militantes sunitas que han sellado el último año con violencia, sino contra Estados Unidos e Israel. Aunque eso pudiera parecer incoherente a una persona ajena, la furia sugirió que en las calles iraquíes, aún imperan las antiguas animosidades, no las nuevas posibilidades.

Según el cronograma de Washington, el Consejo de Gobierno iba a adoptar una constitución provisional el 28 de febrero para guiar al país hasta que un gobierno elegido, bajo una constitución permanente y popularmente apoyada, asuma el poder a fines del 2005. Después de semanas de discusión, el consejo aprobó un borrador con un día de retraso, pero se retrasó de nuevo el viernes, cuando miembros chiítas del consejo plantearon nuevas demandas justo cuando estaba celebrándose la ceremonia de firma.

Mientras los exhaustos estadounidenses se sentaban para nuevas negociaciones, los iraquíes que apenas se habían molestado en encender sus televisores para la firma se encogieron de hombros, como si dijeran que el éxito o el fracaso de la campaña en favor de la democracia fuera, para ellos, en gran medida una cuestión de indiferencia.

Para la mayoría de los iraquíes, pareció que lo que importaba eran los atentados suicidas, que provocaron oleadas de nuevos sentimientos anti-estadounidenses en todo el país, justo en el momento en que Naciones Unidas más necesita que los iraquíes apoyen el proyecto estadounidense para su futuro.

Aunque sea difícil de comprender para los estadounidenses, muchos iraquíes, al menos en momentos de tensión, recurren a una vehemente desconfianza, un odio incluso, para el país que los libró del dictador que envió a cientos de miles a la tumba.

Comprender por qué se da esto es un arte de adivinación. Descansados, en sus casas, cuando los occidentales abordan el tema, los iraquíes comúnmente dicen que lo último que quieren es una precipitada retirada de tropas estadounidenses.

Pero en las calles, donde el sentimiento político se forma y cobra ímpetu, el estado de ánimo parece muy diferente. En parte, sin duda, este es un legado del caos que surgió en las primeras semanas de la ocupación; y de las muertes que los iraquíes, mucho más a menudo que los soldados estadounidenses, han sufrido por la violencia desde el verano pasado. Pero en parte, también, es algo arraigado en una mentalidad colectiva tan golpeada por el terror de Saddam que la autoridad es instintivamente culpada y objeto de desconfianza, que el rumor y la teoría de la conspiración desplazan a los hechos, que los actos de buena voluntad son vistos como producto de una mala intención.

Cualquiera que buscara evidencia de esto sólo tenía que pararse en una calle estrecha que conduzca a la mezquita Khadamiya en Bagdad después de los atentados suicidas del martes, y ver cómo los médicos estadounidenses que trataban de llegar al lugar eran regresados con una andanada de piedras e insultos.

Igual de reveladoras son las conversaciones con iraquíes, todos los días, en que dicen que han perdido la confianza en Estados Unidos porque prometió demasiado, y cumplió con poco.

En estos intercambios, es poco lucrativo que un occidental enliste los logros -reconstrucción de refinerías petroleras, plantas de energía, instalaciones de tratamiento de agua, drenaje, puentes, puertos, ferrocarriles, escuelas, clínicas y mucho más- que ya han costado a los contribuyentes estadounidenses 5,000 millones de dólares y pronto empezarán a consumir los 18,400 millones de dólares aprobados por el Congreso el otoño pasado para la segunda fase de reconstrucción de tres años.

«Los estadounidenses no han hecho nada por nosotros», dice la frase cliché, como lo requiere el patriotismo adecuado.

La decisión de Bush de acelerar la entrega de la soberanía a los iraquí fue presentada, en noviembre, como una respuesta a las presiones de los líderes iraquíes.

Pero funcionarios cercanos al administrador civil estadounidense, L. Paul Bremer, dicen en privado que la decisión se debió al menos en igual medida a las presiones políticas en Estados Unidos el otoño pasado, cuando los estadounidenses estaban soportando las pérdidas más fuertes por la ocupación, 81 muertos sólo en noviembre.

Desde entonces, el número de víctimas ha caído significativamente, aun cuando las pérdidas entre los civiles y los agentes policiales iraquíes han aumentado.

Ningún político iraquí dirá públicamente que habría sido mejor esperar a que los hábitos democráticos se arraigaran, a lo que un miembro del Consejo de Gobierno, Muwaffak al-Rubaie, se refirió la semana pasada como «aprender una técnica que es nueva para nosotros, una llamada compromiso».

Pero moderados iraquíes reconocen calladamente que la mayor sensatez habría sido tomarse más tiempo. De hecho, dicen estos críticos, a los estadounidenses y a los iraquíes a los que seleccionaron como socios se les ha pedido que empujen la pesada carga política, rápidamente, a través de lo que representa un puente tambaleante.

La turbulencia de la semana pasada en el Consejo de Gobierno fue simbólica de cuán difícil podría ser ese ejercicio.

Los miembros fueron seleccionados de grupos considerados pro-estadounidenses, o al menos pragmáticos, y por su profesado compromiso con la democracia.

Pero incluso entre los moderados relativos que conforman el consejo, muchos de ellos persnas anteriormente exiliadas con larga experiencia viviendo en Occidente, diferencias cruciales resultaron insalvables.

Enfrentados con no cumplir con la fecha límite para la constitución provisional, Bremer y su subalterno británico, Sin Jeremy Greenstock, acordaron permitir que los iraquíes postergaran asuntos que ahora serán dejados al más contensioso foro de la política electoral, si no a las armas de las milicias de partidos rivales.

El documento que tentativamente fue acordado, luego al menos temporalmente hecho descarrilar el viernes, incluía estipulaciones para una separación de poderes, elecciones y un anteproyecto de ley de derechos.

Pero no decía nada sobre cómo será constituido un gobierno provisional después del 30 de junio, cuando Estados Unidos entregue la soberanía a los iraquíes; el documento no estableció reglas para las elecciones, y era peligrosamente vago sobre la relación del Islam con el Estado.

Asimismo, era evasivo sobre cómo y cuándo las milicias étnicas y religiosas, que pudieran hacer añicos a un futuro Estado iraquí, van a ser integradas a una guardia nacional.

Apoyó las demandas de federalismo de las minorías, pero guardó silencio sobre asuntos cruciales para los curdos.

Estableció una autoridad ejecutiva engorrosa, un presidente con dos subalternos, y dejó amorfa la cuestión de donde radicaría el poder ejecutivo final.

Detrás de estos disparates yace un enigma central: Cómo un Irak gobernado por la minoría musulmana sunita desde 1921 pudiera ser reconstruido transfiriendo el poder a la mayoría chiíta sin provocar una guerra civil entre sunitas y chiítas.

Entre funcionarios estadounidenses que profesan confianza en el rumbo de Estados Unidos aquí, el Gran Ayatola Ali Husseini al-Sistani, el clérigo chiíta que es el personaje iraquí más influyente, a menudo es citado como una fuerza para la estabilidad pese a su flujo de decretos religiosos que han empujado a los líderes chiítas en el Consejo de Gobierno hacia demandas aún más ambiciosas e impacientes.

Pero fue su presión, dijeron estos líderes en el consejo, la que causó el retraso de último minuto en la aprobación de la constitución provisional.

Por ahora, la mayoría de los iraquíes aún parece creer que un patriotismo general empujará a los líderes chiítas y sunitas, así como a grupos rivales dentro de cada campo, hacia los compromisos necesarios para evitar una violencia más amplio conforme el proceso político lanzado por los estadounidenses cobre velocidad.

Si tienen razón, la labor estadounidense aquí pudiera aún lograr algo de beneficio duradero para Irak.

Pero si están equivocados, los estadounidenses pudieran enfrentar un camino más oscuro, hacia un final incierto y peligroso.

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