En la debilidad de la voz

En la debilidad de la voz

Llenos están los periódicos de noticias alarmantes. Parece que padecemos los embates furiosos de una tormenta terrible que lo toca todo, lo destruye todo y acaba atacando la esperanza. Se leen sensatos trabajos periodísticos trayendo buenos consejos remediadores y clamando por un imperio de la razón, por una valiente e inconcesiva defensa de los valores patrios, tan abiertamente atacados, pero la voz… es tan débil…

Pensando en estas cosas me vino el recuerdo lejano de Daniel Santos, “El Anacobero” quien cantaba, refiriéndose a la voz: “Cuando yo pienso que la voz dura tan poco/ me vuelvo loco y me duele el corazón”.

Yo sé que la voz de la prensa tiene un poder indudable, pero su fuerza está condicionada a que se ajuste en el momento exacto a las tendencias latentes de la población y las autoridades.

La prensa es un “cuarto poder”, a veces, no siempre.

La fuerza de su voz está condicionada por las circunstancias, cuyas esencias suelen estar sumergidas.

Se suele tener el “J’ accuse” de Emile Zola contra el tribunal que actuó en el caso de Alfred Dreyfus, como ejemplo del poder de la prensa. Pero existía una corriente de opinión pública a favor del condenado a prisión en la Isla de Diablo. Se revisó el caso y fue absuelto con todos los honores. Ya cerca en la historia está el hecho de dos periodistas del Washington Post que destaparon el caso de Watergate, lo que le costó la presidencia a Richard Nixon.

¿Poder de la prensa? Sí. Pero con las cosas claras. Aquí todo se mantiene en una sospechosa oscuridad. Se conocen los delitos y los delincuentes, las monumentales riquezas injustificables, pero todo se mueve sobre el terreno cenagoso de los altos y medianos poderes, que están embarrados de lodo, o salpicados.

Se trata de mucha gente.

Uno se pregunta si vale la pena escribir acerca de la corrupción, denunciando culpables, porque ya la población los conoce y se balancea entre conveniencias, dudando si con la extensión y magnitud de la torre de delitos que se ha levantado, sirva de algo seguir lloviendo sobre mojado, buscando el cese de estas acciones criminales.

Hemos llegado a un punto en que hablar de moral, honradez, decencia, pudor, suena como fantasía de un sueño primaveral.

En estos días en que celebramos un nuevo aniversario de la Independencia nacional, el ideal de Patria de Juan Pablo Duarte todavía es una ilusión no cumplida.

No nos comportamos bien.

Encima tenemos el problema haitiano.

Tratarlo con delicadeza o timidez para no alimentar el fuego maligno que los vecinos han sabido encender en la opinión mundial, acusándonos de xenófobos mientras el país está inundado de haitianos que ya suman millones, no es política que convenga. Ya se ha visto. La actitud del haitiano es arrogante y el dominicano es tímido en hacerse respetar conforme a las leyes y a su soberanía.

Este jueves 26 de febrero, la primera página de este periódico trae una foto terrible: en Puerto Príncipe, durante una marcha popular contra nuestra Embajada, que fue atacada, un ciudadano haitiano subió al lugar donde estaba la bandera dominicana, la quitó y en su lugar trató de poner la haitiana.

Nos han abofeteado.

¿Queremos más?

 

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