En la feria la noche del «jeficidio»

En la feria la noche del «jeficidio»

JOSÉ ANTONIO NÚÑEZ FERNÁNDEZ
Comienzo aclarando lo del título o epígrafe de esta que aspira a ser una perorata mía, o una multicosa del «jeficidio». La noche del ajusticiamiento, la noche del 30 de mayo de 1961, me encontraba en la Feria, propiamente en el festivo lugar donde amenizaba el conjunto del maestro Ramón Gallardo. Sentado a una mesa, apuraba unos pacíficos tragos con tres ciudadanos que vestían el uniforme de la Fuerza Aérea Dominicana.

Eran ellos: el mayor piloto Martínez Rincón (El Patroncito), el capitán médico, reputado ortopedista doctor Eliseo Rondón Sánchez y el entonces primer teniente abogado doctor Emilio Ludovino Fernández. Para los cuatro la mesa resultaba, mesa de una amistad cordial y silenciosa. Ciertamente, que hablábamos poco. No olvido, no podría olvidar jamás, que por mi parte yo que con los tragos ingeridos, resultaba por lo regular eufórico y locuaz,  justifiqué más de una vez, quizás con un argumento inoportuno y baladí, mi bronca y silente actitud de esa noche. Tal vez porque estaba habituado a que en esas nocturnas mesas se encontraban como compañeras nocharniegas mozas, que ya entonces algunos nombraban obreras del placer.

Más, lo cierto es que a esa noche yo la veía, y lo reiteré, la veía pues, diferente a las otras noches del típico Najayo y también expresé más de una vez, que a pesar de la luminosidad imperante, esa noche a mí me parecía ríspida y tenebrosa. El doctor Rondón Sánchez facultativo experto en enderezar huesos, había sido siempre profundo sicólogo. Y habló diciéndome; «Vamos a los tragos que tenemos por delante y echemos a un lado lo tenebrosa que te pueda lucir la noche».

Pasó el tiempo, me levanté de la mesa y fui a uno de los cuartos sanitarios. Regresé a la mesa donde me esperaban el mayor Martínez Rincón, el capitán Rondón Sánchez y el teniente Milito Fernández. Ocupé mi asiento, apuré un directo al hígado. Volví a remarcar sobre la rareza de la noche y expresé: «Perdónenme señores: pero insisto que algo raro ocurre y voy a hablar con pruebas al canto. Acabo de darme cuenta que entraron unos guardias, que se acercaron a algunas mesas que ocupan militares y dijeron: «Tome leche Fundación, la mejor». Los que compartían conmigo parece que conocían la consigna. Se miraron a los ojos. Y el capitán Rondón Sánchez que sabía que yo no era capaz de hacer inventos, expresó tajantemente: «Señores, vámonos». Se rompió el pilón y cada uno para su rincón. Milito se encargó de llevarme a la calle San Francisco de Macorís donde yo vivía. Resolví sentarme en la galería para ir al noticiario de las seis de la mañana en La Voz Dominicana. Por el frente pasaron el locutor Jesús Torres Tejeda y el cantante Rafael Mancebo que venían del cordial patio de doña Adonaida Mañe y Suardy. Me divisaron y se me acercaron, diciéndome Torres Tejeda: «Algo extraño está ocurriendo, la casa de Petán y la emisora están llenas de gentes». Me decidí a dirigirme a los lugares señalados y cuando llegué todo ya estaba disipado, en calma. Entonces el comandante policial que era mi compadre, el ya difunto mayor Darío Beato Isla, me dijo: «Que bueno, que usted viniera. El general vino de Bonao más bronco que una guinea tuerta. Trajo una legión de Cocuyos de la Cordillera fuertemente armados. Fue al Palacio Nacional, volvió muy espantado y a las carreras se fue, se marchó con sus Cocuyos. No me crea esto; pero me dijeron que en el Palacio hay algunos heridos».

Volví a bañarme a mi casa y cuando retornaba a La Voz Dominicana, pasé en la San Martín por el frente de la residencia de doña Ninina Félix, dama de mente hirsuta y su hijo adolescente Mon Burgos, de mente diferente, me divisó y salió sobre mí y me dijo en voz baja: «Por fin ya vas a descansar. Te mataron anoche «El Hombre». Lo acabo de escuchar por una emisora de Francia». Fui a L.V.D. e hicimos el noticiario. Nos reunió el director Abraham Santamaría, quien lucía una gorra de guerrillero, portaba una ametralladora y tenía una correa cruzada con algunos cargadores. Nos informó que todos estábamos de servicio.

Rodriguito, Cuello Batista y yo, fuimos donde el pulpero Eliseo Santana, un cibaeño que no respetaba el peligro, siendo un impenitente crítico del Jefe. Le tomamos a crédito seis chatas de ron Palo Viejo, lo metimos en los tanques de los sanitarios de la biblioteca de Petán y comenzamos a ahogar las penas tirando «cañané». Como a las once de esa mañana, me llamó el zorro Bruno Pimentel y me dio el siguiente consejo: «Don Antonio no se quite la careta, no se meta para lo hondo. Rodriguito, Cuello y usted se han parado para ir a los sanitarios de la biblioteca tanto, que ya Rodriguito tiene un tufo alcohólico que asfixia. Cuidado, cuidado don Antonio, que si el «amo» viene, para justificarse frente a los parientes adoloridos, es capaz de acusarlos a ustedes de que están celebrando la muerte de su hermano y… ese hombre es capaz de caerles a tiros a los tres aquí mismo».

El director Abraham Santamaría me miró varias veces de manera inquisitiva, buscando mi supuesta tristeza. Y de repente me dijo: «¡Carajo, pero es verdad! Quítate enseguida esa corbata roja, que aquí hay luto. Ponte una corbata negra y para que no me alegues pendejadas, sígueme que yo tengo en una gaveta otra corbata negra».

A las cuatro de la tarde, la voz del compungido, del calumniado compadre Guillermo Peña Frómeta, dio la noticia que ya no era noticia. El con lágrimas informó lo que había pasado. Había caído el árbol centenario que había desafiado y se había burlado de todas las tormentas.

En verdad, había caído definitivamente y para no levantarse jamás: El hombre que era como el hacha. Como el hacha que hería al cedro y al sándalo que la perfumaban.

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