En la hora del poder Duarte pone delante a la República

<STRONG>En la hora del poder Duarte pone delante a la República</STRONG>

La luz irrumpió en la oscuridad a medianoche. Cientos de candiles se prendían en todas partes iluminando como un sortilegio la villa de Santo Domingo, a los gritos de un vigía que tocaba las puertas de sus vecinos: “¡albricias, el general Duarte ha llegado!”

A la luz oscilante de los quinqués, los dominicanos se levantaron a poner banderas en sus ventanas para dar la bienvenida al hombre que durante doce años trabajó para sembrar en sus mentes una idea redentora.

Esperaron la mañana para recibirlo con honores en el puerto del Ozama. En medio de aclamaciones y salves al Padre de la Patria, Juan Pablo desembarcó de la goleta Leonor cuando el sol despuntaba el 15 de marzo de 1844, siete meses después de su forzado exilio.

A su llegada encontró que sus oponentes del pasado se habían hecho republicanos de última hora, y controlaban la Junta Central Gubernativa.

Tacto y prudencia.  La República tenía quince días, la amenazaba una invasión haitiana y se hacían diligencias para buscar la protección de Francia. Ya un ejército haitiano avanzaba por el Norte y el Sur.

Era una delicada situación que  demandaba la unidad interna. Duarte valoró las circunstancias y actuó con prudencia. No hubo rebatiñas de poder, el momento no estaba para disidencias.

Con ese espíritu actuó  en la hora de su mayor gloria, tras pisar suelo dominicano entre el vitoreo de la masa, y los saludos de la comisión que lo recibió con los honores rendidos a estadistas.

La tropa presentó armas, mientras las cornetas y tambores entonaban sus saludos. En la fortaleza dispararon varios cañonazos, y el arzobispo Tomás Portes Infante lo abrazó diciendo, ¡“Salve al padre de la patria!”

José Gabriel García, entonces un niño de 10 años, debió ser testigo del momento que relató en su Compendio de Historia de Santo Domingo a la luz de su propio balance adulto:

“Recibió del público… la ovación más espléndida de que puede haber sido objeto un mortal afortunado al regresar del destierro a los lares patrios, sin que tan esplendente triunfo sugiriera a su alma de patriota otra idea que la de ponerse, como el último de los ciudadanos, a las órdenes del Gobierno que encontraba constituido…”.

Por la ruta de Las Atarazanas, Duarte se dirigió a la sede del Gobierno seguido de soldados, el clero y la masa que lo ovacionaba. En la Plaza de Armas la milicia lo proclamó espontáneamente general en jefe de todos los ejércitos de la República.

Se ofrece como soldado. La multitud se detuvo bajo los arcos del Palacio Nacional para abrirle paso hacia el vestíbulo central, donde fue recibido por Tomás Bobadilla y miembros del Gobierno.

 Rodeado de  febreristas, Juan Pablo expresó el deseo de poner su espada al servicio de la joven nación.

Aunque se esperaba que así sucediera, no le ofrecieron la Presidencia de la Junta Central Gubernativa, pero él la reconoció como autoridad debidamente establecida.

El ideólogo de una patria independiente podía conducir  sus destinos. Había trazado el  mapa de su organización política y forma de Gobierno, una concepción que se alejaba del despotismo secular que regía la vida dominicana.

Bobadilla no cedió la presidencia de la Junta, y quien había inspirado la idea de nación no llegó a tener el poder para encauzarla por el sendero de sus intenciones y valores democráticos.

Los trinitarios habían sido relegados a cargos menores, lejos de la esfera central de donde emanaban las decisiones. Francisco del Rosario  Sánchez era gobernador del Distrito de Santo Domingo, y Matías Ramón Mella, del Cibao.

Para sorpresa de todos, Duarte quedó  como vocal de la Junta, la cual le otorgó “el título de general de brigada… en recompensa de su modesto desprendimiento”, escribió su hermana Rosa.

“Él lo recibe sin hacer alto en nada, y todo lo renuncia en favor de sus conciudadanos, cuya unión deseaba para bien de la Patria”.

Aceptó ser un subordinado cuando “una sola palabra suya bastaba para aniquilar a los noveles republicanos”.

La nación ante todo.  Duarte no alimentó las semillas de la ambición de su naturaleza humana. En ese momento no pensó que debía escalar, enriquecerse, dominar. No peleó por el mando que ya otros controlaban.

Actuó sin cálculos de provecho propio con la magnánima generosidad patriótica que lo caracterizó.  En lugar de dividir,  se apegó al principio de que la nación es suprema,  está por encima de todo interés personal o  grupal. En esa coyuntura de fragilidad, vio que el país debía actuar como un conglomerado armonizado, unificando toda su fuerza y valor, para vencer la hostilidad externa.

Los valores que Duarte ejemplificó nunca estarán suficientemente enfatizados en la realidad política dominicana, gastada de promesas, y dominada por las rebatiñas que consumen recursos y energías.

Las elecciones que hizo  por el bien común son referentes con poder para transformar nuestro presente individual y colectivo. Hoy nos enfrentamos a la fuerza de su persuasivo ejemplo, y a nuestras propias opciones de vida.

Podemos elegir la armonía que construye, o el conflicto destructivo. El orden o la disfunción,  servir en paz o vivir en la ansiedad egoísta buscando ventajas personales.

A más de siglo y medio de distancia, el patricio enseña a no gastar las palabras, a recordar que uno es lo que hace, no lo que dice.  En la hora del poder, su prédica de unidad y sus acciones fueron una misma cosa, el ser y el hacer estuvieron alineados.

Tras juramentarse como vocal y comandante de Santo Domingo, la banda marcial y una multitud lo acompañaron a su casa, donde esperaba su familia.

Ese día no se cerraron las puertas del hogar. El cañón de la fortaleza siguió anunciando su regreso a los vecinos de las cercanías. La muchedumbre congregada  en la calle hacía turno para felicitarlo.

En medio de la conmoción jubilosa, Sánchez notó que las ventanas no tenían banderas. Pidió unos velos blancos, formó el pabellón y lo colgó diciendo:

“Hoy no hay luto en esta casa, no puede haberlo, la patria está de plácemes, viste de gala, y don Juan mismo desde el cielo bendice y se goza en tan fausto día”.

ZOOM

JPD Presidente. A la llegada de Duarte, la Junta  se había recompuesto por segunda vez. La presidía Bobadilla y fungían como vocales Manuel Jimenes, Manuel María Valverde, Félix Mercenario, Carlos Moreno, Mariano Echevarría, José María Caminero, Francisco Xavier Abreu, José Tomás Medrano y José Ramón del Orbe.

Tan seguro se daba que Duarte sería Presidente, que el cónsul norteamericano en Curazao le escribió para indagar sobre las tarifas de importación y exportación de la naciente República, y las bases de sus futuros tratados internacionales. Las reseñas  en periódicos extranjeros sobre la independencia  lo daban como cabeza virtual de la nueva  administración.

LA FRASE

«Trabajemos sin descansar, no hay que perder la fe en Dios, en la justicia de nuestra causa y en nuestros propios bríos”, Juan Pablo Duarte.

LAS CLAVES

1. Unidad.
Juan Pablo Duarte valoró la unidad nacional al punto de renunciar al legítimo deseo de ser la cabeza del primer Gobierno de la República, fundada gracias a su visión y esfuerzo. No dividió al país en mitades ni creyó en parcelas. La unión por la que optó no implicaba uniformidad de criterios. Raras veces estamos todos de acuerdo, pero siempre hay espacio para el consenso cuando se trabaja por el bien común con intenciones sinceras.

2. Altruismo. La disposición de actuar en favor del interés colectivo, aun a costa del propio, habla por sí sola del altruismo del fundador de la República. Este valor no abunda en las culturas que ponen en primer plano los bienes materiales y la competencia, pero hace falta como factor de equilibrio. La entrega desinteresada unifica y disminuye las  nociones falsas de separación entre los seres.

3. Sencillez. Duarte no tuvo reparos en servir a la nación como un subordinado. La sencillez fue otro de sus valores. A diferencia de sus rivales políticos, no pensó que la grandeza estaba en el poder, en el dinero, o en el prestigio público. Sus actos nunca parecieron estar motivados por el deseo de sobresalir, de ser distinguido o admirado.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas