En la mirilla de la inversión extranjera

En la mirilla de la inversión extranjera

FERNANDO I. FERRÁN
Las inversiones empresariales están fluyendo a raudales hacia las economías del mundo en desarrollo. Estas naciones han absorbido más de US$2.5 billones de capital extranjero. No obstante, las posibilidades siguen siendo inefables. Según la Oficina de Análisis Económico del Departamento de Comercio estadounidense, solamente las corporaciones estadounidense y sus filiales mantenían en el extranjero, a finales de 2002, el 2.5% de los US$6,9 billones que tienen invertidos. Y del dinero que se tiene invertido, no son conmensurables ni comparables los US$1.6 billones en activos puestos en el Reino Unido con los US$173,000 en Brasil.

Sin lugar a dudas, las firmas internacionales conocen la paradoja de invertir en mercados emergentes en los que predomina cierto vacío institucional. En estos casos, «los negocios en el mundo en desarrollo encuentran no sólo riesgos mayores que lo habitual, sino también recompensas menores que las habituales.»

Entre esos riesgos, sobresale el político. No es que este riesgo sea más relevante que el económico, pues son complementarios. El análisis de riesgo económico dice a los inversionistas si un determinado país puede pagar su deuda, mientras que el político les anticipa si pagará. Un buen ejemplo de lo anterior lo tenemos en el caso de China.

En tan sólo 25 años, el acelerado crecimiento de la economía china ha cuadruplicado su valor, sin que nada parezca que puede afectarle, ya sean las turbulencias financieras, la epidemia del SARS o las presiones sobre el yuan. Pero, ¿podrá China realmente confirmarse como la superpotencia del siglo XXI y su crecimiento económico sobrevivir al corrupto e ineficiente sistema político?

A pesar de los vaticinios, el futuro es incierto. China es una superpotencia demográfica; puede pronto llegar a serlo también en lo económico, en términos absolutos, mas no lo es ni lo será a corto plazo en lo ideológico, en lo político, o en lo cultural.

Según un reciente estudio del Consejo Nacional de Inteligencia de EE.UU., en el año 2015 el PIB per cápita de China supondría el 40% del estadounidense. Incluso, en el supuesto de que la clase media china represente en 2020 el 40% de la población –el doble de lo que significa en la actualidad–, su proporción estaría por debajo del 60% registrado en Estados Unidos. Y la renta per cápita de los integrantes de su clase media sería netamente inferior a la de sus equivalentes en Occidente.

Así, pues, los retos internos son muchos y difíciles. No solo en lo político –¿cómo manejar tanta pluralidad emergente pasándolo todo por el embudo de un único partido?–, sino también en lo económico y social. La situación en el campo es particularmente complicada, y en él reside aún el 70% de la población. En los medios urbanos, la crisis de las empresas estatales ha agravado el desempleo. La debilidad generalizada del impulso social puede derivar en muchos conflictos. Y para colmo, perdura el desconcertante apuro belicoso con Taiwán

Aquellos desafíos y ese apuro explican por qué, a pesar de que las inversiones de corporaciones estadounidenses en China se duplicaron entre 1992 y 2002, esa cantidad todavía es inferior a 1% de todos sus activos en el extranjero.

En cualquier instancia, vaticinar en un mundo intercomunicado y lleno de riesgos no resulta algo sencillo. ¿Quién podría imaginarse en 1970 que la URSS se desintegraría antes de 2000? ¿Podría zozobrar China de igual modo? Aunque remota, esa y otras posibilidades pesan en la conservadora columna de las interrogantes.

Guardando las proporciones, la lección a retener en nuestro lar es que República Dominicana también es sujeto de nuevas inversiones extranjeras. Si no por otra razón, por su inminente reinserción en los mercados internacionales de la mano de tratados de libre comercio. Pero evidentemente, esto sólo acontecerá si reduce los riesgos. En términos económicos, siempre y cuando alcance las destrezas gerenciales y respete las reglas de juego de la competencia internacional; y, en términos políticos e institucionales, si reduce la inequidad social oculta detrás de un excluyente modelo de desarrollo que, de manera porfiada, sigue salvaguardando su Estado de derecho.

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