En la persistencia del drama haitiano

En la persistencia del drama haitiano

La persistencia del drama haitiano ha sido implacable desde sus inicios, cuando, a pesar de ser la colonia más rica de Francia, los amos coloniales no se ocuparon en desarrollar -también para su beneficio- un mínimo bienestar para los habitantes del tercio occidental de la isla de Santo Domingo que cayó en manos francesas por el imperdonable descuido de los españoles que dio lugar a que aproximadamente en 1625, piratas franceses se adueñaran de la isla de la Tortuga y, desde allí, saltando a la isla grande, acabaran sentándose en el tercio oeste.

El respetado doctor Jean Price-Mars, historiador y etnólogo haitiano (1878-1969) inicia su famosa obra «La República de Haití y la República Dominicana», traducida y publicada en español en 1958, tras dos ediciones francesas, afirmando que «No hay tal vez en la historia universal drama más patético que el del pueblo haitiano». [b]¡Cuánta razón ha continuado teniendo![/b]

Cuando habla del dominio de la isla, entonces dividida entre Francia y España, un tercio occidental a Francia y dos terceras partes orientales al reino español, esclarece honradamente las diferencias entre las actitudes de ambas potencias coloniales. «Entre los franceses fue aplicado con más rigor el régimen de clase. Entre los españoles se acentuó la tendencia a la molicie y se entremezclaron más los diversos grupos étnicos. Se produjo un desarrollo considerable de riquezas agrícolas en el Saint Domingue francés como consecuencia de la propulsión intensiva de la esclavitud negra. El Santo Domingo español, en cambio, decayó rápidamente. La explotación extremada que encareció el oro del Cibao convirtió el ardor de riquezas en blandas tentativas de colonización pastoril».

En verdad, en la parte española de la isla de Santo Domingo existió un acercamiento humano entre hispanos y africanos (ya los indígenas habían sido exterminados o estaban ocultos en regiones inaccesibles) acercamiento que no existió en Haití. Digamos que gracias a la pobreza, a la tristeza del abandono de la metrópoli. Compartir la vida prácticamente asentada en igualdad humanitaria fue realidad que perduró por siglos. Aún yo, nacido en los años treinta, lo pude comprobar. Sin sofisticaciones, los «ricos» comían lo mismo que los pobres, que en verdad lo eran, pero que tenían en su menú los locrios de bacalao, arenque, tostones y arroz con habichuelas, harina de maíz con carne, como se podían ver en las mesas de los «ricos» (que hoy serían «pobres»).

A los españoles les gustaban las negras. De ahí nuestro formidable mestizaje. Entre nosotros, quien pretende ser «blanco puro» no es más que un equivocado que no se entera de las ventajas del mestizaje, de todo lo que añade la mezcla de razas cuando existe un equilibrio que agrega, enriquece y beneficia en múltiples aspectos. Así ha sido en la historia del mundo. Quien no lo crea, que investigue.

[b]En Haití todo ha sido diferente.[/b]

De las crueldades francesas pasaron a las maximizadas crueldades criollas. Los «ataúdes circulantes» que transportaban negros desde Africa, los traían al infierno de las plantaciones. Luego al infierno de toda actividad. Al infierno del vivir.

Al infierno que hoy existe, donde esa tierra arrasada por sistemas de cultivo que podrían ser explicables en las formidables extensiones de Africa, donde no es necesario cuidar el terreno y propiciar sus futuras entregas de bienes, resulta práctica criminal en un territorio estrecho, montañoso, difícil y progresivamente superpoblado.

[b]¡Qué tragedia![/b]

Las soluciones no vienen de fuera. Nunca vienen, tampoco en lo personal.

Después de la Paz de Amiens, que puso fin a las hostilidades entre Francia e Inglaterra, según la histórica narración de Lemmonier-Delafosse, en 1802, por órdenes de Napoleón Bonaparte, quien estaba decidido a tomar posesión de toda la isla, desembarcaron cincuentaiocho mil hombres blancos en 21 meses. No se logró el propósito, a pesar de una fuerza de ochenta navíos franceses, holandeses y españoles, que estaban bajo el mando supremo del Teniente General Leclerc, cuñado de Bonaparte.

¿Cuántas veces no ha sido Haití intervenido, militar o diplomáticamente? ¿Cuáles han sido los resultados? ¿Han tenido algún éxito los inefables Marines estadounidenses? ¿Las políticas absurdas?

Caos.

Las grandes potencias «amigas de Haití» entienden que lo más fácil es que la República Dominicana absorba el drama haitiano, que los dejen entrar como un diluvio y que nos arropen hasta que aniquilen las realidades dominicanas, quemen nuestros campos, nos arranquen el resultado de una pacífica fusión interracial, productora de un mulataje rico y pródigo.

Se trata, nada menos, sin exageraciones ni alarmismo pesadillescos, de la desaparición de la República Dominicana.

Y la persistencia del drama haitiano, que no se resuelve así.

Es allá, en su territorio, donde hay que derramar, en desagravio por tradicionales inconductas de las potencias, un bálsamo de nutrición y educación, de comprensión a los resultados de una trayectoria trágica que ha merecido menos atención que cuanto sucede en remotas regiones promisorias de riquezas de subsuelo o magnitudes poblacionales.

Haití es pobre. Lo han hecho pobre, unos y otros por razones diferentes.

Ahí está el drama de las apatías que lo han ahogado y continúan apretándole el cuello… aunque el narcotráfico asome sus colmillos venenosos cada vez con más claridad y eficacia.

Ojalá tal peligro genere una acción internacional prudente sensata y justa.

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