Por la gran paradoja de los designios de la vida, inescrutables, insondables y difícilmente predecibles, me tocaron a mí las palabras de despedida al amigo, hermano y colega Leo Hernández, con el que tantas veces en nuestras chanzas mutuas le decía que a él correspondería decir mi panegírico en caso de que mi partida fuera primera que la suya.
Por su pasta de hombre de genuinos afectos y de espíritu noble y solidario él se resistía a pensar, aunque fuera tan solo como una proyección ineludible, la idea de que le tocara semejante compromiso porque sencillamente no podría cumplirlo.
Con su depurada prosa periodística, su peculiar estilo y la espontaneidad que caracterizaban sus manifestaciones, nadie como él podría producir un panerígico bien ponderado, pero leerlo frente a un féretro en un camposanto lo hubiera derrumbado.
Detrás del Leo enérgico y de carácter, que demandaba firmeza, eficiencia y el cumplimiento de las responsabilidades que él era el primero en asumir, existía el hombre sensible, sentimental y de genuinas emociones que lo llevaban a llorar o enmudecer frente a la muerte o desgracia de un amigo, de un familiar o de cualquier conocido.
A la amistad y al agradecimiento le rendía un invariable tributo, no menguado por el tiempo y el espacio ni sujeto a cambios coyunturales. Por ese sentimiento en él distintivo lloró intensamente frente al ataúd del mutuo amigo Joaquín Ascención, que hace cuatro años nos dejó a ambos y a una legión de amigos un gran vacío porque al igual que Leo, no sabía decir que no cuando acudían a él con algún problema.
En lugar de entrar en los detalles de su amplio historial como veterano periodista, relacionista público y estratega de las comunicaciones, subrayo este rasgo de su personalidad porque para mi y para muchos de quienes tuvimos la oportunidad de tratarlo y conocerlo de cerca, era su principal valor y el marco de la personalidad en la que se manifestaba siempre con pleno e intenso disfrute.
Debido a esta especial condición y por encima de experiencias, reconocimientos y de su amplia hoja de servicio profesional en medios periodísticos y dependencias de la administración pública, Leo nunca se apartó de su proverbial actitud sencilla, campechana, capaz de compenetrarse e interactuar en diferentes ámbitos de forma inteligente y amigable sin renunciar a su esencia personal y sin importar el estatus de su interlocutor.
Su carácter afable y su fino tacto para abordar situaciones y asistir a quienes requerían de él le permitieron servir a figurar de diferentes estratos y condiciones, especialmente en el complicado escenario de la política vernácula de todos los colores, a la que sirvió y orientó, siempre separando lo personal de lo profesional.
Como analista agudo de la realidad social y política del país, Leo hacía en su columna Top Secret enfoques que ponían en contexto muchos detalles y aspectos para facilitar la comprensión de lo que somos como pueblo y como nación en cuanto a nuestras contradicciones, avances y dilemas, siguiendo las sabias enseñanzas del profesor Juan Bosch de que hay cosas que se ven y cosas que no se ven y que en muchas ocasiones estas últimas son las más reveladoras.
Leo se fue silencioso, tranquilo, de forma súbita y sin despedidas, probablemente porque su fragilidad emotiva no le hubiera permitido afrontar ese momento final, del que estoy seguro también hubiera querido librar a sus seres más cercanos.