En las telas de mi corazón

En las telas de mi corazón

Ayer alcancé a ver a Jack Veneno, en la calle Furci Pichardo, y de lejos sonreí, porque a Jack Veneno lo tengo prendido a las telas de mi corazón.

Los dos hemos envejecido, pero confieso que le temo al ridículo, y reculo hacia la traición vulgar del presente refugiándome en esa mentira del ayer. Los muy jóvenes no saben el valor simbólico que tuvo entre nosotros ese luchador llamado Jack Veneno. Y yo no puedo concebir otro Jack Veneno que no sea una metáfora de la bondad general del mundo, y sus fanáticos enronquecidos serán siempre para mí el espejismo del universo.

¿Qué había detrás de esa masa furibunda, que gritaba alrededor del ring en el parque Eugenio María de Hostos,  al borde de la desesperación, cuando su héroe mordía el polvo de la derrota, y la idea de una justicia universal parecía tambalearse? ¿Quién movía los hilos de ese designio cuando ¡al fin! el héroe se reponía de la derrota momentánea, y esa legión de fanáticos enardecidos chillaba hasta las lágrimas porque la representación pura de la justicia había triunfado? La dialéctica de ese juego fatal, en el que el héroe está a punto de perderlo todo, entusiasmaba hasta más no poder a sus fanáticos. Allí, en el estruendo del parque Eugenio María de Hostos, se jugaba en ese instante el destino del mundo. Todo pendía de un hilo, y él, sólo él, el “Campeón de la bolita del mundo” (como voceaba el locutor afónico y fuera de sí), tenía que salvarlo.

Ese ring se trascendía a sí mismo porque Jack Veneno encarnaba el aura de un ser privilegiado que hacía predominar el bien sobre el mal. El hijo de “doña Tatica” asumía la representación de todos en el cuadrilátero.  La compensación moral, al ver la justicia triunfar sobre lo aborrecible, hacía del otro Jack Veneno un ser conmovedor. Su origen humilde enviaba  incesantemente una señal de simpatía, que se identificaba con su lucha llena de combates contra grotescos personajes congelados en su maldad.  Jack Veneno era una aspiración, un discurso de deseo del imaginario popular. Su figura dinámica, elástica, saltando entre las cuerdas tras sobreponerse al trance de la derrota, arrancaba suspiros sin cuento de las multitudes. Su cuerpo terso, su barba bien podada, su invocación inmancable a la Virgen de La Altagracia, daban a su figura el valor de un signo de amparo. ¡Oh, Dios, sobre esa robusta hidalguía se edificó un romance con el pueblo!

Pero ese gordito que alcancé a ver en la calle Furci Pichardo, exhibiendo un verdadero mapa de cicatrices en su frente,  secuela de sus numerosos combates a lo largo de su vida de gladiador, me pareció un farsante.  Y es por eso que sonreí, y recordé mis viejos artículos sobre él, los muchos esfuerzos que hice para demostrar que Jack Veneno era toda una teoría sobre la dominicanidad, y que el espectáculo de la lucha libre era entonces la semiótica angustiosa de la sociedad dominicana, que se balancea siempre entre el “parecer” y el “ser”.  Pocas veces un autor tiene el privilegio de encontrarse a su personaje caminando por las calles y pasar a su lado, tal y como él lo prefiguró.

Ni siquiera Luigi Pirandello  tejió un destino semejante a los “Seis personajes en busca de un autor”, porque Pirandello en su obra de teatro  bregaba con el “ser”.  Yo, en cambio, tenía ante mis ojos esa gorda caricatura del héroe, ya viejo, barrigón, que no puede saltar por los aires como hacía para entusiasmar al auditorio, y sin las destrezas del  “hijo de doña Tatica”.  El “ser” verdadero, venciendo al “parecer” del imaginario popular, algo que deberíamos desear ocurra en la historia objetiva.

Los dos hemos envejecido, pero yo a él lo tengo en las telas de mi corazón.

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