En las universidades coexisten remanentes
del siglo XIX con innovaciones tecnológicas

En las universidades coexisten remanentes<BR>del siglo XIX con innovaciones tecnológicas

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
 Los pronósticos se cumplieron. Aquel futuro previsto se  convirtió en presente, en una realidad tangible, inquietante y promisoria a la vez, que en un mundo mutante que glorifica el conocimiento y eleva a los altares la innovación tecnológica, nos impulse a desarrollar el potencial creativo, a liberar la capacidad transformadora, provocando rupturas que perturban la calma de la inercia y la costumbre al quebrar los viejos moldes del pensar y del hacer.

Aquel futuro anunciado desde el siglo pasado que parecía remoto, improbable quizás, nos sorprende con los talentos enterrados, como en la parábola bíblica, con la atávica pereza mental que nos nutre de pensamientos enlatados, cual sopas o compotas, y ha hecho de República Dominicana un país importador de cerebros, consumidor de tecnologías que otros crearon, de modelos concebidos para otras realidades, desperdiciando el enorme poder creativo que reside en la mente de cada dominicano.

El calendario marca el séptimo año del siglo XXI. Registra un presente conformado por un pasado estéril, de años transcurridos sin hacer las inversiones pertinentes en áreas tan neurálgicas como la educación, sin aplicar los correctivos recomendados desde los primeros atisbos de la globalización, situándonos nuevamente en la retaguardia de Latinoamérica y del mundo, reforzando una arritmia que arrastrará la historia hasta tanto nos centremos en la principal riqueza nacional: el capital humano.

Este presente desafiante, seductor y sobrecogedor a la vez, reclama un nuevo orden, una mentalidad distinta, un nuevo liderazgo. Hombres y mujeres con una conciencia crítica, la capacidad y la actitud para cambiar el modelo de desarrollo vigente, reformar las estructuras socioeconómicas y fortalecer la institucionalidad, tarea urgente en la que han fracasado los líderes nacionales desde el advenimiento de la democracia hace más de cuarenta años, y para la que, pese a ser una generación de relevo, los gobernantes actuales se autodescalifican si siguen acomodados al estatus quo.

En esa rezagada e impostergable labor, las instituciones de educación superior tienen un rol trascendente, la responsabilidad de formar los recursos humanos con las competencias requeridas en el nuevo escenario nacional e internacional. Maestros, médicos, ingenieros, científicos, tecnólogos, profesionales de alta calificación en las disciplinas tradicionales y emergentes, de donde surja el nuevo liderazgo. Dominicanos con una formación integral, de recios principios éticos y morales, comprometidos con el desarrollo nacional, capaces de plantear respuestas eficaces para enfrentar de raíz los males acumulados, de dotar al país de los atributos imprescindibles para ser competitivo. Y, sobre todo, de equilibrio, para que justa y equitativamente se comparta el pan por todos amasado. 

No bastará la forja del capital humano. La universidad deberá participar en la gestión del conocimiento con una visión holística del mundo, sentar las bases para incursionar en el campo científico y tecnológico, y comenzar a atenuar la costosa y restrictiva dependencia de la transferencia tecnológica externa. En fin, que además de la docencia, a la que exclusivamente se dedica, desarrolle las otras dos de sus tres funciones básicas: la investigación y la extensión o servicio a la comunidad, de modo que el pensamiento académico se traduzca en soluciones a los problemas nacionales. Un gran aporte para que en este mundo global y fieramente competitivo, que no financia la ineficacia, el país gane un espacio digno, sin menoscabo de su autonomía, sin pérdidas esenciales de su identidad en el flujo y reflujo de la mundialización, asimilando lo mejor de una influencia externa que ya no hace la lenta travesía en los navíos de antaño, tampoco en avión, lerdo para su prisa. Su celeridad compite con la velocidad de la luz, llega al instante a través del espacio cibernético con una avalancha de información que nos conecta al mundo y nos sumerge en los vertiginosos cambios de la revolución cientítico-tecnológica.

El “big bang” tecnológico                  

Es tiempo de rupturas, de perplejidad e incertidumbre, de pugna entre los valores tradicionales y los postmodernistas desde que con el  “big-bang” tecnológico eclosionara un nuevo orden internacional, embistiendo los viejos paradigmas, forzando a una reprogramación mental, a una nueva visión, a otra actitud.

Las certezas se quiebran, añejas estructuras se derrumban, los antiguos hábitos de vida, los modos y medios de pensar y de accionar sucumben en un proceso de revisión y cambios que revolucionan al mundo, y que, dando traspiés, el país comienza a transitar con un pesado fardo de analfabetismo, desempleo y pobreza. Un proceso indetenible, irreversible, que induce a renovar todo el ámbito económico, político y social, el arte y la cultura, exigiendo como nunca una reestructuración radical de la educación superior o terciaria, colocada en el vórtice del huracán tecnológico pronosticado desde que el postcapitalismo hiciera girar al mundo con la revolución científico-tecnológica. Desde que se gestora de la sociedad del conocimiento, afianzada durante los últimos quince años con el desarrollo exponencial de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICS) íconos de la postmodernidad.

A tono con el nuevo orden, pero sin hacer las adecuaciones pertinentes en la formación de su capital humano, desde finales del siglo XX el país se abre al mundo y, después de Panamá, se convierte en la segunda economía latinoamericana más globalizada en 2005, según el Latin American Globalization Index. 

Aunque en forma fragmentada, con exclusiones masivas, vivimos en la era virtual, en medio de dicotomías, de  paradojas y contradicciones, inmersos en una mundialización en la que el conocimiento y la información constituyen los principales insumos en el nuevo paradigma productivo, de las “industrias de la inteligencia”, donde lo principal no son ya los factores clásicos de producción: tierra, capital y trabajo, sino el uso intensivo del conocimiento, que adquiere condición de mercancía, lanzándolo al mercado a su mejor postor.

Mal que bien, entramos en la órbita de la globalización donde ya no hay refugio para apáticos ni ineptos,  analfabetos digitales ni  los pobres en saberes, a los que arroja a la fosa de los excluidos. Y, así, a las brechas económicas, que se ensanchan y profundizan, se adicionan las que se abren en otros campos estratégicos para el desarrollo, tanto que  la brecha de conocimiento, entre los que saben y los que no saben, es aún más amplia que la producida por la extremadamente desigual  distribución del ingreso, entre los que tienen y los que no tienen. Y es que el 96% de toda la investigación y desarrollo del mundo se concentra en el 20% de la población más rica del planeta, con creciente propensión a la acumulación mediante la innovación

La gran brecha académica                            

Con el advenimiento de las TIC, la educación superior de los países avanzados experimenta una metamorfosis insospechada, como nunca se concibió, vertiginosos cambios que se aceleran en las postrimerías del siglo pasado y se vuelven radicales a partir del  2000. Transformaciones sustanciales, complejas y profundas, que acrecientan la brecha académica con las universidades tercermundistas, como la dominicana, la cual comienza a ser influida por nuevos fenómenos demográficos, la internacionalización de la educación, el manejo de las tecnologías que hacen posibilitan la universidad virtual y sistemas mixtos que incorporan esas herramientas al modelo presencial.

Desde entonces, se intensifica la competencia de academias extranjeras, virtuales y presenciales, que ya gravitan sobre República Dominicana y toda Latinoamérica, presionando para captar matrículas, deslumbrando con ofertas de postgrados, llamando a la innovación con las nuevas carreras universitarias todavía inexistentes en nuestro medio.

La universidad contemporánea está enfrentada no sólo a la competencia interinstitucional, nacional e internacional, sino a nuevos proveedores de educación superior diferentes a las instituciones tradicionales,  entidades educativas multinacionales, universidades corporativas y empresas de medios de comunicación, a veces mejor dotadas y con mayor capacidad y celeridad de respuesta a las exigencias del mercado.

La noble tarea educativa ya no es exclusiva de escuelas y universidades, tiene igualmente la competencia de la “academia mundial”, de las redes digitales por donde se deslizan veloces los avances de la ciencia y la tecnología que conquistan las telecomunicaciones, todo el quehacer humano. Las TIC se filtran a través de los medios electrónicos y la prensa, de la comunicación telefónica fija e inalámbrica, del intercambio de ideas y la inmigración de profesionales de alta calificación que vienen con las empresas extranjeras o contratados por firmas locales en sus procesos de renovación.

En nuestras importaciones crece el peso de equipos y programas de informática, de continua y veloz innovación en los países desarrollados, aquellos que en tiempos de la revolución industrial produjeron manufacturas para cuyos excedentes buscaron mercados en ésta y otras naciones periféricas, donde también colocaron sus sobrantes de capitales. Y que hoy, con una sobreproducción tecnológica, requieren de más y más consumidores para las de última generación y las que ellos desechan.

Desfasado, obsoleto

Este presente retador, matizado de riesgos y oportunidades, nos encuentra con un sistema educativo superior desfasado, obsoleto, todavía con remanentes de la universidad decimonónica que coexisten con innovaciones del siglo XXI. Un modelo clásico, tradicional, con fuerte resistencia al cambio, pocas acciones innovadoras y proactivas, la gestión reducida a funciones administrativas, de baja eficiencia y eficacia en su desempeño, un cuerpo profesoral incompetente, contenidos desactualizados y descontextualizados.

Una educación ni siquiera competente en la única de sus tres funciones básicas que realiza, la docencia, en extremo precaria, mientras relega la investigación, pilar de universidad del nuevo milenio, privilegiada dentro de los nuevos paradigmas por sus potencialidades para producir conocimiento y riqueza.

Esta realidad demandante, insoslayable, aunque sí cuestionable, moldeable, implica desafíos inéditos a la universidad, reclama como nunca su función crítica y propositiva, transformaciones estructurales, un rediseño curricular, reformas metodológicas, cambios profundos  en qué, cómo y con qué enseñar. Exige modificar los esquemas institucionales hacia modelos flexibles adaptables, tanto en la gestión como en los currículos, la incorporación de las TIC, y la producción de conocimiento que favorezca el desarrollo.

Conlleva a una nueva visión, en la que pierde vigencia la concepción que reduce la misión universitaria a la mera transferencia de conocimientos, al rol exclusivamente profesionalizante persistente en nuestro medio, donde la universidad dista mucho de ser una fábrica de talentos, manufactura de ideas, un centro al servicio de la imaginación y de la creatividad.

El financiamiento, extremadamente bajo, posterga las reformas previstas en la agenda de la educación superior para el siglo XXI, los compromisos asumidos por el país en la Conferencia Mundial de la UNESCO, (París, 1998), los programas diseñados para una formación universitaria conteste con el nuevo orden internacional.

Ambito del conocimiento

En la medida en que el saber cobra relevancia, también lo adquiere la universidad, ámbito por antonomasia del conocimiento. Pero la revolución tecnológica nos sorprende con una academia signada por una sensible pérdida de protagonismo, ubicada a la orilla, desarticulada de la sociedad, silente, acomodada, al margen de sus problemas económicos, políticos y sociales, sin nexos con el sector productivo a través de la investigación, aislada de su entorno al ignorar o distorsionar la extensión o servicio a la comunidad.

La CEPAL y la UNESCO sitúan a la educación superior en el centro de la transformación productiva que los países latinoamericanos y del Caribe deben acometer para afianzar su competitividad económica y profundizar sus procesos democráticos, teniendo como objetivo crear en una década las “condiciones educacionales, de capacitación y de incorporación al proceso científico-tecnológico que haga posible la transformación de las estructuras productivas de la región en un marco de progresiva equidad social”.

La educación superior dominicana siguió ajena a los cambios, no escuchó esas recomendaciones, tampoco la voz de alerta que desde principios de los años noventa del siglo XX diera la UNESCO sobre la revolución que se avecinaba, mostrando en 1995 la “brújula intelectual” que sería guía y norte en las aguas turbulentas, pautando el camino en una ruta sin retorno: ciencia y tecnología, investigación para generar conocimiento. Desestimó la advertencia de que sin instituciones del tercer nivel competentes que formen una masa crítica de personas cualificadas, ningún país podría garantizar un auténtico desarrollo endógeno y sostenible, y las naciones pobres no podrán acortar la distancia que los separa  de los países industrializados.

Un trecho enorme que más que acortarse aumenta. Con 4.8 años de escolaridad en el último decenio, los dominicanos han estado por debajo de la media de América Latina, de 5.2, a su vez cuatro años menos al de los países del sudeste asiático de similar desarrollo.  Una reciente medición del World Economic Forum (WEF) sitúa en 6 años la escolaridad nacional, todavía bastante baja. Es un promedio, en un extremo están los analfabetos, en el otro los profesionales,  muy pocos para la calificación requerida por la competitividad: apenas el 4% de la población dominicana tiene formación universitaria.

Viaje hacia la postmodernidad

El tiempo apremia, el mundo emprende el  expectante viaje hacia la  postmodernidad. Como sistema, nuestro tren educativo no ha arrancado, aunque sí empezaron la marcha los “viajeros” que van en los compartimientos de primera, no más del 10% de la matrícula universitaria nacional, la élite estudiantil de cinco universidades, tres en la cima, aunque no por eso en condiciones óptimas para la competitividad. Garantizan mayor calidad, pues, además del talento,  para andar se necesita el combustible financiero, el cual permite mejor docencia, profesores más capacitados y conectividad tecnológica.  Pero, ni siquiera en esas tres se cumplen dos de sus funciones básicas: la investigación y la extensión.

Además de combatir  debilidades, distorsiones y asimetrías, para emprender el viaje educativo debemos, ante todo, definir hacia dónde vamos, qué tipo de educación necesitamos en la actual coyuntura nacional e internacional, trazar carriles de amplio alcance, planificando el itinerario en el mediano y largo plazos, para poder seguir la ruta sin traspiés ni retrocesos tan pronto hayamos cumplido las acciones inmediatas.

El tiempo apremia. En menos de tres años habrá finalizado el primer decenio del siglo XXI y nuestro tren educativo está varado al continuar ignorando que la principal riqueza nacional es el capital humano, en el que urge invertir, volcar recursos financieros con la determinación y celeridad que le dan bríos al metro de Santo Domingo.


Lanzado al mercado

Hoy, como ayer y siempre, las economías más avanzadas se basan en la mayor disponibilidad de conocimiento. La diferencia entre el pasado y el presente estriba en la velocidad, la acentuada reducción del tiempo que media entre el nuevo conocimiento y su aplicación tecnológica, en la tendencia a considerarlo como simple mercancía, sujeta a reglas de mercado y susceptible de apropiación privada.

La globalización del conocimiento involucra a las universidades y está

estrechamente vinculada a la naturaleza del saber contemporáneo, pero a menudo enmascara un proceso de corporativización del conocimiento de origen académico, por el mayor control de los resultados de la investigación de parte de las empresas. Se desvían, así, los objetivos primarios de los científicos en la búsqueda desinteresada de la verdad.

Desafíos del siglo XXI

Modernización etructural y curricular. Adaptación de la enseñanza a las exigencias de la sociedad, asumiendo nuevas concepciones del aprendizaje y estrategias prioritarias para los estratos de población más deprimidos.

Crear las condiciones educacionales, de capacitación y de incorporación al proceso científico tecnológico, que ayude a transformar las estructuras productivas en un marco de progresiva equidad social, y tenga como objetivos la formación de una moderna ciudadanía y la competitividad internacional.

Emplear los nuevos recursos de la tecnología educativa sin permitir que la máquina reemplace al profesor, salvo que “merezca ser reemplazado por ella”.

Introducir una nueva lógica de diseños curriculares asociada a la satisfacción de necesidades básicas de aprendizaje, considerando las demandas de la sociedad. Diversificar la población estudiantil y la oferta de carreras. Constituirse en una institución forjadora de ciudadanos conscientes y responsables, de profesionales, investigadores y técnicos formados interdisciplinariamente, dotados de una cultura humanista y científica.

Transformarse en centro de formación y actualización permanente, ofreciendo educación a lo largo de toda la vida.

Jugar un rol más protagónico en la retroalimentación y transformación del conjunto del sistema educativo, para mejorar su calidad y equidad, introduciendo cambios en su organización y métodos de trabajo.

Mantener estrechas relaciones de coordinación con el Estado, la sociedad civil y el sector productivo, más promisoria si emana de consensos nacionales sobre los objetivos y el papel de la educación superior en la ejecución de políticas de Estado que trasciendan la transitoriedad de los gobiernos. 

Incorporar de manera estratégica la educación como una actividad de largo plazo que obligue a distinguir políticas de Estado de políticas de gobierno.

Aceptar la evaluación externa y practicar la autoevaluación sistemática de sus actividades. Y que, sin menoscabo de su autonomía, se someta a la rendición de cuentas, a la evaluación por la sociedad de la eficiencia y eficacia de su desempeño.

FUENTE: Documentos de la Comisión de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia  y la Cultura (UNESCO) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL)

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