En los entusiasmos nobles de María Ugarte

En los entusiasmos nobles de María Ugarte

No podría ser de otra manera. El entusiasmo es término que, en su origen griego, significa “inspirado por los dioses” (de “en” y “theos”,  Dios). Por tanto, estar entusiasmado es estar en Dios.

Cuando yo era joven, María Ugarte era “Doña María”, una excepcional señora, dueña de una vasta cultura artística y literaria, un poco asustante, no por poses ni arrogancias, sino por el caudal de conocimientos que irradiaban sus ojos penetrantes, de miradas directas, honestas e inteligentes. Y su práctica de saber escuchar tan atentamente que intimidaba. Sólo he conocido sensación igual con otro gran personaje: Don Max Henríquez Ureña.  Hablaba yo de filosofía con un grupo de amigos españoles en San Juan de Puerto Rico cuando, repentinamente, me dijeron que me iban a presentar a un dominicano que me iba a interesar.

Cuando me lo presentaron, resultó que se trataba nada menos que de don Max Henríquez Ureña y  estaba yo embarcado en las ideas del escocés David Hume.  Mis amigos escuchaban como usualmente se escucha: con una atención saltarina, pero al arribar este solemne señor  con aquellos ojillos semicerrados, se hizo un silencio aterrador. ¡Don Max! Yo aterricé forzosamente el tema. Nunca nadie me había escuchado con tan asustante cuidado… hasta que conocí de cerca a Doña María.

El gran acercamiento con esta mujer excepcional se efectuó gracias a mis deberes con la Fundación Corripio.  Tras ganar el Premio de Literatura, la visité varias veces con toda formalidad pero, bruscamente, empezamos a tutearnos y a contarnos cosas privadas: recuerdos, temores, esperanzas. Sobre todo me impactó su entusiasmo por la vida. Creo que todo empezó cuando, encontrándola llena de vida, descendió las escaleras interiores de su apartamento con una coquetería de bailaora flamenca, a pesar del bastón que ella se empecinaba en evitar su uso todavía en el 2006, cuando fue galardonada con el Premio  Nacional de Literatura que otorga el Estado Dominicano junto a la Fundación Corripio. Fue en la cuarta o quinta visita que le dije:

¡Qué tanto de Doña y de Don! Tú me llevas sólo diecisiete años. Naciste en el catorce y yo en el treintaiuno. O somos dos jóvenes o dos viejos. ¿Qué prefieres?

Yo… joven hasta que muera  -repuso- ¿Y tú?

Yo   también -le dije-… Cuando era joven de verdad me traían mártir con aquello de que “era una promesa”, ya no pueden decirlo porque no prometo nada y sigo siendo joven sin que nadie se entere.

María se dobló de risa.

Coincidimos en muchas cosas: Entre ellas no escribir una autobiografía, basados en los mismos criterios.

“Todos tenemos cosas que no queremos que se sepan, que ni siquiera queremos recordar, porque fueron insensateces, impetuosidades, miedos… no podemos modificar lo sucedido, pero yo no voy a andar con mentiras y ocultaciones, mejor callar”.

Me atrevo a poner entre comillas esas palabras suyas porque, si no fuesen las exactas que pronunció -que creo que lo son- vienen a ser perfectamente equivalentes. María utilizó sabia y victoriosamente la cultura, con firmeza,  entusiasmo y certeza en este tránsito de incertidumbres. 

Hoy lo cierto es que María pasó a otro plano.

No sé por qué nos duele un rincón del alma.

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