En los extraños atractivos de la violencia y el abuso de la fuerza

En los extraños atractivos de la violencia y el abuso de la fuerza

Me pregunto: ¿Por qué nos atrae tanto la violencia, la imposición de “el más fuerte” en cualquier sentido?

¿Será –en el fondo del fondo– porque admiramos al más atrevido, porque es capaz de valerse de su fuerza y hacer cosas que en el fondo quisiéramos poder hacer, pero que nuestra mecánica mental, combinada con nuestra formación y cierta sensibilidad, nos lo impiden?

Creo que los exitosos jerarcas de la cinematografía norteamericana –digamos Hollywood, por sus claras ideas comerciales– han acogido la crueldad añadiéndole los recursos de la tecnología, como medio de complacer a sus inmensamente mayoritarios clientes.

El éxito mundial de los filmes cuyo protagonista era James Bond –el original Sean Connery– se debió a que eran filmes de acción, elegantes, de buen ver, con una violencia dosificada donde “el malo” iba a fracasar. Progresivamente se han llevado la crueldad y el sadismo al manejo cinematográfico de los filmes “de acción”, convirtiéndolos en cátedras de la desmesura, enseñando que –al parecer– todo es posible… posible a velocidades alucinantes.

El cine se ha tornado una escuela de instantaneidades de todo tipo.

Hay clases continuas sobre las formas de robar, de estafar, de engañar, de torturar… todo rápida y efectivamente. Por eso no nos sorprende, como debiera, la creciente ansia humana de velocidad por obtener fortunas… a como dé lugar.

No es que se trate esencialmente de algo nuevo. Lo nuevo es la proporción y la velocidad.

Hace algunas semanas, en una reunión de intelectuales en una cafetería capitaleña, escuché a uno de los participantes afirmar, con sonoridades de augur, que “nada de lo que pasa es nuevo” y se remontó tanto a lejanas como recientes culturas (¿deberíamos llamarles así?).

Ya nos dice Miguel de Unamuno en su “Vida de Don Quijote y Sancho”: “Siempre el fuerte busca razones con qué cohonestar sus violencias, cuando en rigor basta la violencia, que es razón de sí misma, y sobran las razones.”

Se entristece uno ante la inconmovible permanencia de la violencia y la crueldad, a 21 siglos de distancia del tiempo en que Jesús predicaba amor y virtud, precisamente en regiones cercanas a las que aún acunan el odio efectivizado en acciones crueles.

Afirma el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen (1828-1906) en el primer acto de su drama “Catilina”, escena 3: “No es el odio un volcán que se apaga con facilidad; el amor arde, se quema y acaba extinguiéndose; pero el odio es terrible”.

Irracional, añadiría yo.

Saltando a otro punto, me pregunto: ¿Qué les hemos hecho los dominicanos a los haitianos, como no sea devolverles bien a cambio de mal, olvidar sus invasiones y degüellos de inocentes dominicanos y socorrerlos –de verdad– en sus tragedias, antes que nadie y sin alardear?

¿Tenemos que pagar todo el tiempo por la masacre vergonzosa ordenada por Trujillo en 1937 para aterrar a estos vecinos que ahora acogemos a manos abiertas para mal pagar a nuestros obreros?

No odiamos. Por buenas o discutibles razones.

Y los países ricos y poderosos… bueno… Ellos hablan, pontifican, argumentan y aconsejan severamente con el índice en alto.

Pero son argumentos para los otros.

No se aplican allá.

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