En los laberintos del dinero

En los laberintos del dinero

Que algo cuesta, por ejemplo, “uno y medio” o “tres punto seis”, significa para mí una intríngulis indescifrable. Ante mi perplejitud me aclaran, no sin asombro, que “uno y medio” significa un millón quinientos mil dólares y “tres punto seis”: tres millones seiscientos mil dólares.

¿Y esas torres inmensas que vemos hechas o en construcción… cuánto cuestan en pesos dominicanos?

–No ombe, en peso no se cuenta.

Me ha sucedido en más de una ocasión que si voy a comprar algo y pregunto el precio, necesito que me lo aclaren.

¿Qué cuesta ese pantalón?

–Cuatro –me responden– ¿Cuatro qué? –inquiero en mis nebulosas–

–Cuatro mil pesos –me dicen.

¿Y el traje completo? –pregunto al encargado del departamento que me estudia inquisitivamente.

–El traje completo cuesta tres y medio.

¿Más barato?

No señor, trescientos cincuenta dólares.

Es que tenemos el lío de Dios es Cristo.

Recientemente me enteré de que la remodelación de una gran tienda había costado cerca de cuatro… pero en millones de dólares.

Ya sé que el valor de la moneda cambia, a veces mucho, a veces una enormidad, pero a mi ver de no economista, encuentro lógico que se le otorgue el valor real a la moneda de los países o se concerte tras monumentales discusiones y tira y jalas, algo así como lo del euro.

En Latinoamérica hemos tenido muchas menos dificultades, antagonismos, odios y guerras que en Europa. Si ellos lo lograron…

¿Por qué no una moneda latinoamericana, controlada por sistemas monetarios internacionales, defensores de sus intereses, de modo que nadie se perjudique, sino que las cosas estén claras? ¿No saldríamos todos ganando? ¿Grandes y chicos… fuertes y débiles?

Que no es fácil, ya lo sé. A veces es difícil hasta dormirse acostado en una cama mullida y con aire acondicionado.

Pero debería intentarse. Por lo menos en la medida en que Francia adoptó, antes del euro, la creación del “nuevo franco” o Alemania los “nuevos marcos”, eliminando los montones de papel moneda.

No pienso en un nuevo peso dominicano, sino en una moneda regional fiable, encaramada sobre las pequeñeces de la política y las magnitudes de la ratería.

Una moneda intocable, segura, confiable.

Hay cosas que parecen de fantasía, y son reales.

Teniendo yo unos diez años, las erraticidades económicas de mi padre y su carácter irascible lo llevaron a pelearse con “Mon” Saviñón, dueño de nuestra casa en la calle Dr. Delgado esquina Santiago. Nos mudamos a una zona más humilde, frente al parque Julia Molina, por donde hoy cruza la avenida 27 de Febrero. “Buscando aire puro” decía él para justificar aquel cambio violento. Para mí, los vecinitos no eran los mismos. Estos eran niños pobres, así que ideé para ellos una “fonda” donde se les servía comida en el amplio patio, en un platillo de mediano tamaño (de café con leche o chocolate, con montañita), por dos centavos (ojo, no dos pesos).

Todo iba bien, con el apoyo de mis padres. Pero un mal día papá, sin haberse nunca quejado de los gastos de mi “pensión” y silenciosamente de acuerdo, al igual que mi madre, escuchó una algarabía en el patio.

¿Qué pasa? –preguntó a la enojada cocinera–.

–Los niños están protestando porque les repiten mucho la comida –replicó ella.

Ahí terminó la pensión.

Lo que quiero señalar con este recuerdo es el valor que una vez tuvieron dos centavos.

Y lo conflictivo que es ayudar.

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