En los misterios de las inmigraciones

En los misterios de las inmigraciones

Formo parte de quienes consideran que la raza indígena que encontraron aquí los hombres que acompañaron a Don Cristóforo Colombo, en 1492, buscando extraordinarias riquezas, esa raza –repito- no pudo haber sido totalmente exterminada. Muchas ansias de hembras tenían aquellos rudos hombres de mar, y muy graciosas, atractivas y bien dispuestas al sexo eran aquellas jóvenes de piel dorada cuya desnudez no las avergonzaba como sucedía con las mujeres que dejaron en territorios europeos. A esa primera mezcla se añadió luego la de los esclavos africanos.

Pero esos indígenas ¿no eran, a su vez, inmigrantes?

El eminente especialista en arqueología antillana Irving Rouse señala  cuatro períodos migratorios durante la población de las Antillas: Los Siboneyes, los Igneris, los Arauacos y finalmente los Caribes, alrededor del siglo XI d. C.

Eran, pues, inmigrantes. Lo fueron más tarde, a la fuerza, los africanos.

Pero es que, al fin y al cabo, ¿no somos todos inmigrantes? Busquemos la Biblia sin ofuscaciones religiosas, y veremos las movilizaciones de masas humanas, siempre persiguiendo una “tierra prometida”, un territorio en el cual la vida sea más fácil o menos dolorosa. Todavía continuamos en lo mismo. Y continuaremos, haitianos, dominicanos, cubanos, mexicanos, latinos, africanos, europeos que forman parte de esta humanidad incomprensible.  Gente de todo tipo,  color de piel y capacidad laboral de acuerdo a sus conocimientos y habilidad.

Temprano en los años sesenta rodaban por el vecindario europeo, miles y miles de españoles que vivían hacinados para dormir las noches en habitaciones estrechas, con precaria calefacción invernal. Eran como esos haitianos que aquí vemos por doquier como obreros de la construcción, haciendo lo que los lugareños rehusan hacer por la miseria de salario que les ofrecen.

No vi en Alemania obreros que no fueran españoles, y había un barrio: “Beemerode” (no estoy seguro de que se escriba así) que era una especie de nuestro “Pequeño Haití”. En Londres no se encontraba entonces una mucama, niñera o trabajadora doméstica que no fuera española. ¿Por qué? Por lo de siempre. Se les paga menos y carecen de derechos.

¡Cuán internacional es el abuso!

Sin embargo, todo progreso tiene el sello del inmigrante. De su esfuerzo, de su esperanza, de su orgullo que, aunque reprimido por razones naturales, sirve de palanca para el ascenso.

Ya sé que mencionar que Trujillo hizo algo bien significa pecado de trujillismo.

Me pregunto a veces ¿Pero es que este hombre nunca se equivocaba y, por error, hacía algo bien?  En cierta ocasión cometí “la falta” de felicitar a un sistemático crítico de Balaguer, porque él reconoció algo bueno. Le recordaba que la crítica sistemática no funciona, porque nada –sin ser excesivo- es totalmente bueno o totalmente malo. Mi ilustre contradictor me invitó a encender cirios perfumados a Balaguer, y a la vez pidió que quitara la ceguera de mi entendimiento (omnem cæcitatem cordis ab eo expelle) como expresa el ritual sacramental.

Pero no se puede discutir que la apertura de Trujillo a los refugiados españoles y otros europeos que escapaban del infierno continental, nos hizo gran bien en la alta cultura y en la baja.

En el valor del conocimiento y en el sentido del esfuerzo ascensional.

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