Hay obras que nos dejan en suspenso, reflexivos, anonadados, hay otras que nos transforman y la usamos como un estilo de vida; la novela “Los Miserables” del poeta francés Víctor Hugo, es de las mejores novelas que yo he disfrutado, recoge la realidad de una Francia pobre, fragmentada y sumergida en una lucha de poder. La obra literaria nos despierta, y como dominicanos, nos hace recordar que no todo está perdido, nos desafía a entender que en la República Dominicana hay esperanza y que tenemos derecho a vivir en un estado social más potable. Debemos evocar y festejar que todavía nos quedan muchas personas con carácter que sirven de instrumentos y de reservas para producir los cambios requeridos, causando lo que yo le he denominado una “sorpresa social o un milagro social”, el cual consiste en la creación de espacios sociales más vivibles, más equitativos, más seguros y con más dignidad.
Muchos dominicanos hemos abrazado la verdad de que como dominicanos deseamos reducir la distancia que existe entre el bien y el mal, aquella misma distancia que prevalecía en la Francia de los años 1700; aquella sociedad francesa sin libertades, con una pobreza extrema y en una época monárquica que promovía la desigualdad social. Es exactamente lo que ha estado sucediendo por décadas en la República Dominicana. ¡Y Dios mío! Parece un embuste o una invención que 235 años después de la revolución francesa, nuestro país no ha logrado reproducir aquellos beneficios producto de un levantamiento articulado por un pueblo que decidió ejercer la potestad ciudadana, pariendo así la revolución francesa en el 1789.
Como dominicanos debemos hacernos varias preguntas: ¿Qué ha pasado con nosotros que no hemos podido generar cambios sustanciales para nuestro beneficio colectivo? ¿Sería que nuestra cultura fue formateada, diseñada y castrada por los colonizadores para que no pudiéramos parir cambios visibles, medibles y perdurables? ¿Sería que no sabemos generar cambios o no nos atrevemos? Podemos observar que en nosotros aún existe la sed de reducir todo lo caótico, pero no hemos logrado materializar ese anhelo. De hecho, ese mismo deseo y anhelo que poseemos de vernos más estables y socialmente evolucionado, lo convertimos en armas mortales que aplastan los mismos sueños que como dominicanos anhelamos. En otras palabras, tenemos una conducta aprendida que genera desorden, no somos capaces de identificar el germen que no nos permite dar el salto de un país en vía de desarrollo a un país desarrollado. Y es urgente regresar a la pregunta anterior: ¿No sabemos o no nos atrevemos producir esos cambios?
Debemos sincerarnos: ¿En qué República Dominicana queremos vivir? ¿En una República Dominicana entretenida por el asistencialismo? ¿En un país donde aún existen comunidades sin acceso a agua potable? ¿En una sociedad acostumbrada a que el presidente debe estar presente hasta para inaugurar un parque o una escuela pública? ¿En un país lleno de riquezas pero con malos administradores? ¿En un Estado carente de régimen de consecuencias? ¿Acaso queremos secundar la partidocracia, ese bajo neologismo con un exceso de poder en nosotros y en el Estado? ¿Qué es lo que perseguimos?
Creo que hemos caído, como expresó un sacerdote católico, “en una guerra espiritual”. Y con el perdón de aquellos que separan lo secular de lo espiritual, la guerra espiritual consiste en una acción intencional de un agente que nos desnaturaliza y nos inhibe para perder la facultad de hacer el bien y generar cambios transformacionales en beneficio de los demás. Los colonizadores hicieron su trabajo, sectores ocultos siguen haciendo su trabajo para pescar en aguas revueltas, y el mismo padre de las tinieblas sigue haciendo su trabajo, promoviendo el conformismo y la división entre nosotros mismos y generando muertes. Sueno muy supersticioso, ya no me importa, lo que sí me importa es ver cambios sociales y un milagro social en el pueblo dominicano. ¿En qué República Dominicana queremos vivir?
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