En torno a asuntos inexplicables y casos curiosos

En torno a asuntos inexplicables y casos curiosos

Bienaventurados quienes, como yo, tienen fe en el Creador. Bienaventurados los que, como yo, creen en un ordenamiento de eventos que son inalcanzables para nuestro muy limitado entendimiento.

Un número de personas se queja de no comprender el misterio de la vida y estiman injusto no tener acceso al mismo.

Es que enloqueceríamos si, de golpe y porrazo, entendiéramos lo fundamental en la realidad de un Universo que se expande, si alcanzáramos a entrar en contacto con lo que realmente puede realizar esa extraña y misteriosa masa que llamamos cerebro -que para tranquilizarnos, lo consideramos una formidable computadora miniaturizada-. ¿Quién la hizo?

Incluso de la electricidad, esa que usamos todo el tiempo, no se sabe todo. Del magnetismo, tampoco. La ciencia ha sabido poner nombres, en griego, en latín, o crear novedosos términos, pero no sabe prácticamente nada del principio del principio.

Habrá que irse a los poetas, esos que ven más allá de lo visible y recordar a Khayyam, el persa estudioso de los astros y las realidades humanas, cuando escribió en una rubayata: “Nunca podrás escapar del misterio, triste ser humano, por siempre permanecerás con los ojos en las tinieblas”.

He tenido la fortuna de vivir experiencias del misterio buen número de veces, pero me limitaré a relatarles una de ellas, a título de ejemplo.

Viernes en la tarde, en la sede de la embajada dominicana en París, entonces situada en la rue Georgeville, una calle estrecha de poco tránsito, en el elegante 16me arrondissement, a pocos pasos de la avenida Víctor Hugo. Me he quedado solo, revisando papeles personales. Aunque el local tiene bastante amplitud, existe un pequeñísimo espacio que se utiliza como cocina donde se apiñan una nevera y una estufa para hacer café o calentar un bocadillo.

Se me ocurre hacerme un café. Entro al cubículo y minutos después se cierra de golpe la única puerta, cuyo cerrojo solo podía abrirse desde fuera. Sin posibilidad de comunicarme con nadie -eran los años setenta y no había comenzado el reinado de los teléfonos celulares- traté de abrir la puerta golpeándola y utilizando los escasos utensilios que allí había: un cuchillo de mesa y unas cucharillas.

Nada. Todo era inútil. Estaba prisionero, condenado hasta que el lunes -tres días después- llegara el personal de la embajada. Extrañamente, no me aterré. Permanecí inmóvil, apoyado en la nevera vacía. Unos minutos después, levantando la mirada hacia lo alto, dije: “Señor, no hay nada que pueda hacer… ayúdame, sácame de aquí”.

Entonces toqué levemente la puerta. Y se abrió.

Que hay más de lo que conocemos, más de lo que podemos entender. Es una realidad. Y esa realidad permanece, activa, aunque cubierta por el velo del eterno misterio.

De ello soy testigo.

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