Cualquiera entiende lo que es la corrupción, es algo demasiado común. Cada día miles la practican. Un pecador habitual es un corrupto. Cualquiera puede tolerar, perdonar, dejar hacer y dejar pasar respecto a la corrupción. Algunos suelen estar tan habituados a ella que ni siquiera la perciben, como suele pasarnos con respecto a nuestra cultura, o como le sucede al pez cuya percepción de que él y el agua son dos cosas de diferentes solo se produce cuando es sacado del agua. De hecho, algunos reaccionan con ira cuando se les señala la diferencia, cuando se les enrostra como falta. Un italiano, que no encontró un cómplice para engañar a una importante empresa local, reaccionó sorprendido y molesto, puesto que el entendía “que en este país lo normal era ser corrupto”. No extrañaría que gentes implicadas en corrupción, aún en casos como los de Odebrecht, el CEA, OISOE, y muchos otros, se sientan traicionados por tantas gentes que durante años los han acompañado en negocios no santos contra el propio Estado. Muchos de los que han hecho negocios no santos con el Estado entenderían y alegarían, muchas veces con razón, que no veían otra manera de hacerlo. Y viceversa: negociantes y gentes que piensan que para venderle plátanos o piñas al Estado hay que dar comisiones ilegales. La complicidad, si se fuera a castigar retroactivamente, tendría una lista enorme de ciudadanos básicamente honestos. En este país, el solo hecho de hacer negocio con el Estado ya nos coloca en una lista de “cuestionables”; un daño colateral, a menudo muy injusto. El problema presente parece ser que este juego “cultural” está siendo puesto en la picota, y es probable que la modernidad y la globalización estén, como sistema, obligados a eliminarlo.
La transparencia parece ser el nombre de este nuevo juego del capitalismo globalizado. Lo cual no quiere decir que la corrupción terminará, sino que las reglas nuevas no van a permitir que unos muchachos del subdesarrollo lo jueguen por su cuenta con reglas del patio: pataleos, cinismos y burlas no tienen más chance. El cinismo es más peligroso que la corrupción y la impunidad, porque implica desprecio exhibicionista de toda regla; un rechazo agresivo de toda corrección. La corrupción y la impunidad causan indignación de muchos, con o sin dignidad; el cinismo, en cambio, puede producir miedo, tiende al caos y a la agresión, toda vez que niega las reglas y el sistema de autoridad y sanción. Es un desafío burlón de la capacidad de la sociedad para enfrentar el desorden moral y material. Por ello, es más peligroso y anómico que otras aberraciones conductuales.
La gente reacciona con rabia, rebeldía y frustración, ya que niega la posible superación de la situación. Produce temor al desastre económico, pero sobre todo al desastre institucional y del sistema normativo. Ello puede ser particularmente peligroso en un territorio rodeado de tiburones por todas partes excepto por el oeste, Haití; no muy preferible al Canal de la Mona. ¡Nadie tome con ligereza la presente situación!