En torno a la universalidad de la obra literaria

<p>En torno a la universalidad de la obra literaria</p>

POR LEÓN DAVID
Al dar inicio a estas cavilaciones, acaso condescenderá el lector a las arideces de una cita. A Thomas Disch se le adjudicaba la reflexión que un afortunado azar tuvo a bien depararme cuando hace poco ojeaba, distraído, las páginas de cierta revista. Transcribo fielmente sus palabras: «No creo que exista la literatura norteamericana. Confío, en fin, que no exista algo así. Creo que las distinciones nacionales, cuando se trata de literatura, son odiosas. Si existe algo que se llama literatura, trasciende la significación nacional y su significado atañe a todos los lectores.».

Confieso, para escándalo ajeno y vergüenza propia, que hasta que leí el breve párrafo que acabo de trasvasar a la cuartilla, ignoraba la existencia del señor Disch. Todavía –salvo por el aludido fragmento- sigo sin saber quién es ni qué posición ocupa en la república de las letras la persona a la que ese nombre y apellido designan.

Afortunadamente, me escuda la creencia de que no estamos obligados a conocer la trayectoria intelectual ni los pormenores de la vida de un autor, para discernir el vicio o la bondad de sus ideas. Y por lo que hace a la opinión transcrita, no puedo menos que atribuirle verdad, agudeza y discreción.

Por lo demás, cuanto Thomas Disch asevera en el extracto que antecede tiene el no escaso mérito de recusar, de manera oportuna y contundente, el falso criterio que en torno a la literatura han forjado oleadas de pensadores, cuando dan en presumir –tardíos epígonos de Herder- que el valor capital de un escrito deriva de su capacidad para expresar el alma de la colectividad, los rasgos distintivos de una cultura.

Como en las latitudes de las ciencias humanas las aguas parecen discurrir, hoy por hoy, a favor de quienes levantan beligerantemente la pancarta de la «identidad cultural», nada tiene de insólito que, hasta en los más rigurosos claustros académicos, prospere la creencia de que la importancia literaria de una obra depende, antes que de su poder de revelación de lo humano condensado en belleza, de la intensidad y amplitud con que su autor logró imprimir en ella el marchamo  espiritual de la comunidad a la que pertenece.

Al respecto, se me antojan altamente reveladores los conceptos expuestos por un puñado de eminentes cerebros del prestigioso Colegio de Francia, en el informe que, bajo el título de «Propuestas para la enseñanza del porvenir», presentaran en 1985 al entonces Presidente de la República francesa. A juicio de tan docto cónclave, lo que sobre otras cualesquiera consideraciones ha de tomar en cuenta la escuela moderna, es que «Una enseñanza armoniosa debe poder conciliar el universalismo inherente al pensamiento científico y el relativismo que enseñan las ciencias humanas atentas al pluralismo de los modos de vida, los saberes y las sensibilidades culturales.».

¿Qué nos están diciendo estos buenos señores?… Que en contraposición al lenguaje universal de la ciencia, los dialectos de la literatura y el arte sólo alcanzan validez relativa, víctimas de los usos y tradiciones de un ambiente, una época, un modo de vida. Quienes suscriben el documento que he traído a colación fijan la mira en la virtud aleccionadora de las diferencias culturales; piensan que, puesto que los productos a los que consagran su atención las disciplinas humanísticas son históricos e idiosincrásicos, si el sistema educativo se encaminase a colocar el acento sobre la necesidad de aceptar y asimilar tales divergencias y particularidades, todos saldríamos beneficiados, ya que el saldo final no podría ser otro sino el acrecentamiento de la tolerancia frente a lo que no nos es familiar, y la inhibición del deseo instintivo de afirmar agresivamente nuestra propia especificidad colectiva.

La alternativa es clara: O tienen razón los adustos profesores del Colegio de Francia cuando esgrimen el principio historicista de la relatividad en la esfera de la literatura y el arte; o la tiene Thomas Disch cuando, descalificando diferencias nacionales, apuesta al poder de la obra literaria para trasuntar un significado de índole tan universal como el de las ciencias exactas.

Hago memoria de que mi parecer quedó asentado líneas atrás, en el punto en que expresé confiado asentimiento a lo formulado por el señor Disch… Pero llegado a estos arrabales de mi cavilación, no juzgo ociosa tarea reforzar dicho criterio echando al coso un razonamiento del viejo Goethe en el que, curiosamente, habiéndose impuesto objetivo similar al que aspiran los firmantes de la propuesta educativa, el cimero humanista teutón ofrece una receta en todo discrepante del brebaje que nos quieren hacer tragar los distinguidos educadores franceses. Asegura el celebérrimo autor del «Fausto» en sus «Escritos sobre arte»: «Se alcanzará probablemente una tolerancia generalizada si se deja en paz lo que constituye la particularidad de los diferentes individuos humanos y de los diferentes pueblos, y uno se convence de que la característica distintiva de lo que es realmente meritorio reside en su pertenencia a toda la humanidad.».

Goethe, inteligencia privilegiada si las ha habido, no podía abrazar otra opinión. Hacia el ocaso de su vida, en las reveladoras conversaciones con Eckermannn, relataba (nítidamente lo compendia Alain Finkielkraut en su estimulante libro «La derrota del pensamiento») que, mientras leía una novela china, se percató no sin estupor que en las páginas de tan exótica narración era fácil advertir una serie de afinidades con su epopeya en verso «Hermann y Dorotea» y con las novelas inglesas de Richardson. Y –dejaré a Finkielkraut que prosiga comentando las palabras de Goethe-, «a través del contacto improbable entre él, patriarca de Europa, y aquella novela china, a través de la extraña sensación de familiaridad que experimentaba, a través del vínculo tejido pese a todas las diferencias, se le revelaba de nuevo la aptitud del espíritu para desbordarse más allá de la sociedad y de la historia. Arraigados en un suelo, anclados en una época, datados y situados, los hombres podían escapar de todos modos a la fatalidad de los particularismos. Se podía apelar contra la división: existían lugares –los libros- en los que la humanidad podía dominar su desmigajamiento en una miríada de espíritus locales.».

Los que se atribuyen la misión de argüir que el valor del quehacer literario procede en lo fundamental del talento del autor para hacernos descubrir con su palabra el perfil singular de una nación, se equivocan. La identidad cultural nada tiene que ver con la excelencia estética y el espesor humano de la frase. Goethe está en lo cierto: Las obras superiores del espíritu –que se levantan cual cimas majestuosas sobre la planicie de la expresión folclórica-, independientemente del clima moral, región y período en que fueran concebidas, hablan en una sola lengua, la que el corazón de los hombres de ayer, de hoy y de siempre ha sabido deletrear… ¿Para quién escribieron Chuang-tse, Omar Keyyam, Homero, Shakespeare, Juan de la Cruz? Por cierto que para los chinos, persas, griegos, ingleses y españoles de los años que les tocó vivir… Pero, sobre todo, para el hombre que bajo el uniforme con que lo viste su tiempo y sus costumbres, ríe, llora y sueña y piensa y se estremece… ¿Para quién escribieron? Para la humanidad: lo que en su obra nos cautiva aún es esa voz de tuétano y pupila que nos advierte: no te engañes; contémplate en mí, porque tú y yo, dígase lo que se diga, nunca fuimos distintos.

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