En torno a realidades democráticas

En torno a realidades democráticas

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Es que la humanidad es la misma, y no lo queremos aceptar. Me aplasta las esperanzas el hecho de que actuales estudiosos o simples lectores actuales de la conducta humana sientan y muestren desprecio por los resultados de observaciones realizadas por eminentes personalidades científicas hace cincuenta, cien o muchos más años.

¡Esas no son observaciones actualizadas!  -dicen con un mohín despectivo – ¡Hay que leer lo que se publica hoy! Pero ¿es distinto a lo de ayer en su motor y su engranaje primario? En política ¿no se está haciendo lo mismo de siempre, pero más burdamente? ¿Qué hemos superado lo de los asesinatos políticos? Bien. Pero los intereses políticos y de predominio. ¿Qué pasa con ellos? ¿No los hemos transformado, vestidos de Arlequín, Polichinela, Pierrot y los demás personajes de la Comedia dell’ Arte (pero sin el antifaz que tales usaban) en figuras de visión cotidiana, por los cuales, vergonzosamente, se muestra pública reverencia y aceptación con colores de autenticidad y aceptación del poder, venga del modo que venga?

Todavía está por verse, no obstante la excelente actuación del Sr. Cocco en Aduanas y del Director de Impuestos Internos, el lógico cuestionamiento centrado en la pregunta ¿De dónde obtuvo Ud. el dinero para adquirir tales villas suntuosas de montaña y playa, para comprar aeronaves y yates y mantener un nivel de vida millonario? No se escucha tal pregunta.

¿Son los impuestos suntuarios debidamente declarados?

Por supuesto que no.

Es la «clase media» la que los mantiene, porque somos nosotros, que no constituimos el jamón y el queso dentro del sandwich social, sino una hoja de lechuga envejecida o una manchada ruedecilla de tomate pasado, quienes mantenemos la superestructura del dispendio arrogante e imprevisor.

¿Por qué tienen que ser importantes si son resultado de esfuerzos ajenos? ¿Quién los produjo? ¿Importa? No.

Ahora bien. Nada de esto es nuevo.

Tal vez lo nuevo sea creer – o pretender creer –  que en verdad se trata de algo nuevo, buscando engañarnos para no incentivar y fortificar frustraciones y decepciones.

Pero la política está anegada de contradicciones, aún en los escritos de reverenciados personajes, filósofos ilustres y hasta soñadores positivos como Simón Bolívar  – cuyas ilusiones siguen siendo nuestras ilusiones – y estamos a la espera de un idealista valiente a la vez que prudente manejador de realidades e intereses, que sea un héroe que no se desboque, que, más que un freno, sepa manejar el acelerador. Saber moverse con prudente lentitud o centelleante velocidad, de acuerdo a las conveniencias de los intereses supremos para el conglomerado.

El matemático y filósofo francés Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783), nos decía en sus Mélanges de Littérature (V) que «La guerra es el arte de destruir a los hombres; la política es el arte de engañarlos».

¿Tiene que ser así?

Me viene a la mente una frase que usó Beethoven en uno de sus Cuartetos, y también Brahms, consistente en pregunta y respuesta: «Muss es Sein?. Es muss Sein! (¿Debe ser? ¡Debe ser!)

Estamos condenados a las artes del engaño.

Y resulta que es mejor que cualquier otro arte, político. Se le atribuye a Winston Churchill haber dicho que la democracia era el peor de los sistemas, con excepción de los demás. Se ha repetido mucho, con la misma aceptación irónica con la que Bernard Shaw dejó escrito que «La democracia es la elección por muchos incompetentes de los pocos corrompidos» (Máximas para revolucionarios)

¿Consuelo de tontos?

Es que no hay más.

¿Qué podemos esperar o aspirar?

Un equilibrio en los intereses. Digamos, cierto equilibrio aceptable.

Rousseau decía en El Contrato Social que «No ha existido nunca verdadera democracia y no existirá jamás, pues es contrario al orden natural que el mayor número gobierne y el menor sea gobernado».

¿Qué cabe pues esperar o aspirar?

Moderación en los gobernantes. Una dosis de sentido humano.

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