Encuentro de Escritores en Chile

Encuentro de Escritores en Chile

POR JOSÉ DEL CASTILLO
En el invierno del 67 se celebró un Encuentro de Escritores Latinoamericanos en Santiago de Chile. No tenía, como era la moda en aquella época –particularmente si se celebraba en La Habana- el glamour «revolucionario y antiimperialista» de otras conferencias. Era simplemente un cónclave de literatos de la región, pertenecientes a varias generaciones, géneros y orientaciones ideológicas.

La oportunidad fue espléndida, pues muchas de las actividades se llevaron a cabo en las sedes de la Universidad de Chile, donde estudiaba en aquel momento, por lo cual me fue dado seguirlas de cerca. En adición a las sesiones formales, se programaron charlas, paneles y diálogos que relacionaron a los escritores participantes (Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, David Viñas, Jorge Enrique Adoun, León de Greiff) con los estudiantes universitarios. Asistí a todos los eventos que pude, enfebrecido por el ansia de saber.

Vargas Llosa, el scholar

VARIOS DE ESTOS EVENTOS SE LLEVARON A CABO EN mi facultad, cuyo recinto era conocido popularmente como el Pedagógico, por ofrecerse en él las carreras de formación de maestros. Recuerdo perfectamente un panel dedicado al tema del escritor y su obra. La exposición central estuvo a cargo de Mario Vargas Llosa. Impecablemente vestido, con talante de scholar de Oxford, parecía un lord criollo. Buen mozo y brillante, se manejaba con la sobriedad y elegancia de un académico de altos vuelos, con pleno dominio del tema en el contexto de varias culturas y literaturas. Su novela La Ciudad y los Perros y su obrita Los Jefes, ambas editadas por Sudamericana, eran devoradas en ese momento por el estudiantado, en el arranque del boom de la nueva narrativa latinoamericana.

RULFO, EL ATORMENTADO

Contrastando con la perfecta dicción de Vargas Llosa, la otra atracción de taquilla era Juan Rulfo. Menudo, algo deshilachado, más bien tímido, su rostro reflejaba a un hombre atormentado, a un «curadito», vencido por el insomnio del alcohol.  Al intervenir en el panel del Pedagógico, habló como si estuviera ebrio, con lengua estropajosa, aunque el acto se efectuaba en plena mañana. Repetía -al responder a una pregunta sobre las claves de su literatura- cómo le habían impactado los indios de su país que se cuelgan de un palo boca abajo, para dar vueltas sin cesar. Relataba su experiencia como funcionario del Instituto Indigenista, que le obligaba a trasladarse constantemente por el país bregando con comunidades preteridas. De expresión parca, daba la impresión de hilvanar trabajosamente las ideas, que fluían con cierta incoherencia.

Entre la tremenda significación de su breve pero maciza obra literaria -Pedro Páramo y El Llano en llamas- y su imagen personal, se abría un abismo difícil de inadvertir. Rulfo, al igual que los personajes de su Comala seca, cálida y desolada, parecía habitar una región del dolor, donde «los vivos están rodeados por los muertos». Nacido en 1918 en el Sur de Jalisco, en época de turbulencia revolucionaria, perdió a su padre seis años más tarde: «lo mataron una vez cuando huía… y a mi tío lo asesinaron, y a otro y a otro… y al abuelo lo colgaron de los dedos gordos, los perdió… todos morían a los 33 años», refiere el propio Rulfo, indicando que pronto también murió su madre. Huérfano, se crió con una abuela y en un orfelinato. Por eso quizás ese rostro atormentado en el que destellaban unos pequeños ojos claros. Quizás porque los muertos siempre han perseguido a Rulfo.

ARGUEDAS, EL SUICIDA

Más cercano a Juan Rulfo que a su compatriota Vargas Llosa, José María Arguedas (Los ríos profundos, Todas las sangres) proyectaba la imagen de un hombre atribulado. Reflejaba dolor, amargura profunda, talvez resentimiento. Reivindicaba ser un «escritor provinciano», frente al cosmopolitismo y la profesionalización del oficio de escritor proclamados por Cortázar desde su plataforma parisina -secundado en cierto modo por Vargas Llosa, bajo la premisa de la visión panorámica que permite el distanciamiento geográfico y cultural desde el mirador europeo.  Su obra y su trabajo como etnólogo profesional, más su propia biografía (al vivir durante su infancia entre las comunidades quechuas de la Sierra peruana), le inscribían raigalmente en el regionalismo más expresivo, auxiliado por su visión antropológica.

Aunque había leído -publicada por Editorial Universitaria, de Chile- Los ríos profundos, sería luego, al encontrarme con su novela póstuma e inconclusa El zorro de arriba y el zorro de abajo, en la que se incluyen trozos de una especie de diario, que descubriría la clave de ese rostro angustiado. La muerte le rondaba a Arguedas desde hacía tiempo, con vocación de suicida impenitente, hasta que le atrapó definitivamente, luego de varios intentos fallidos, en 1969.  «Escribimos por amor, por goce y por necesidad, no por oficio», replicó al aserto de Cortázar. «Porque yo si no escribo y publico, me pego un tiro». Y así fue, poniendo fin a «una dolencia psíquica contraída en la infancia», que le sumó a la larga lista de escritores malditos, geniales e inestables, que han llenado de gloria a la literatura.

OTROS ESCRITORES

Otros escritores participaron activamente en este Encuentro. El crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, autor de sendos estudios sobre Neruda y Borges y de una obra en dos volúmenes sobre la narrativa latinoamericana, tuvo un papel destacado. Brillante, preciso, conocedor a fondo de la literatura regional, Rodríguez Monegal se alejaba del facilismo panfletario que pretendía ahogar el desarrollo de la obra literaria en los meandros de la lucha de clases. Por esa actitud, le sonaron una bofetada en pleno banquete en Santiago de Chile, cuando promovía el proyecto de la revista Mundo Nuevo, que se editaría en París, al igual que lo había sido Cuadernos, que con tanta dignidad dirigiera don Germán Arciniegas.

El narrador venezolano, Salvador Garmendia, cuya novela Los pequeños seres había leído editada por Arca de Montevideo.  Augusto Roa Bastos, de quien la Editorial Universitaria, en su colección Cormorán, acababa de publicar su colección de cuentos Madera quemada. Uno de esos cuentos había servido de base para el guión de la película Trueno entre las hojas, que había visto en el cine Independencia, interpretada por la esplendorosa Isabel Sarli, bajo la dirección de Armando Bo. El novelista y ensayista argentino David Viñas, premiado por Casa de las Américas por su novela Los hombres de a caballo, de recia contextura gauchesca, agudo y vital.

LOS CHILENOS

Los chilenos hicieron su aporte a este cónclave. José Donoso, novelista (Coronación, El obsceno pájaro de la noche), con quien luego establecería una buena relación en The Wilson Center, en Washington, al coincidir ambos como guest scholars una década más tarde.  Jorge Edwards, narrador y diplomático, quien posteriormente escenificaría un sonado caso de disidencia con la revolución cubana mientras se desempeñaba como embajador en La Habana al inicio de los 70 (experiencia narrada en Persona non grata), autor de las novelas El peso de la noche y Los convidados de piedra y de unas nostálgicas memorias (Adiós Poeta) sobre su amistad con Pablo Neruda, a quien acompañó cuando éste fue embajador de Salvador Allende en París.

Entre los escritores chilenos que participaron en aquella memorable jornada cultural se hallaba Enrique Lynch, poeta premiado en los años 60 en el certamen anual de Casa de las Américas. Antonio Skármeta, joven profesor de filosofía de mi facultad, quien se había revelado como narrador con su refrescante libro Desnudos sobre el tejado, galardonado también por Casa de las Américas. Skármeta, radicado en Alemania tras el golpe de Estado de Pinochet, se desarrollaría no sólo como certero escritor, sino como exitoso cineasta (Ardiente paciencia, cuya adaptación italiana vimos en pantalla grande bajo el título de Il Postino) y excelente conductor de programas culturales de la televisión europea.

Otra figura emblemática de las letras chilenas que estuvo presente fue Nicanor Parra, autor de antipoemas y artefactos que representaban un saludable contrapeso a la aplastante influencia de los grandes vates de ese país: Huidobro, la Mistral y Neruda. Y de una magnífica defensa poética a su hermana Violeta Parra. Con Nicanor, profesor de física y matemática de mi facultad a quien recuerdo de buen talante con su chaqueta de twid acodada en piel, realizaba frecuentes tertulias en la placidez de los jardines del Instituto Pedagógico de Macul. Agudo, irónico, elegante, con su cara cuadrada de boxeador, es una de las imágenes gratas, perdurables y tonificantes de mis años de estudiante en Chile.

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