Endecha taína de Soto Jiménez

Endecha taína de Soto Jiménez

UBI RIVAS
José Miguel Soto Jiménez de manera reiterativa nos presenta la arista coherente y erudita de Clío en sus entregas dominicales a Listín Diario, ramal del tronco de sus varias obras sobre el tema, que nosotros, aventureros de esa asignatura, abrevamos con la fruición de un incurable dipsómano.

Los adalides que forjaron a golpe de machete en dos ocasiones la nacionalidad, 1844 y 1863, discurren por el estro diferente de José Miguel Soto Jiménez, guardia por vocación y escritor por el fluir inequívoco de la ingeniería genética materna, que le brota por cada uno de sus poros y el palpitar de su existencia toda.

Empero, en su entrega a Listín Diario del 05 de este segundo mes del año, José Miguel Soto Jiménez nos impacta con una endecha taína, relicario del Siboney de Ernesto Lecuona o el Maybá de Diógenes Silva, música, José Paxtox, letra.

Aunque he sostenido que en José Miguel Soto prevalece el historiador sobre el literato, Cuchito Alvarez entiende lo contrario, y no está lejos de la certeza, como ocurre con reiterado vaivén el director de HOY, cuando apreciamos la citada entrega de Soto Jiménez que ha motivado esta entrega.

No debe producirnos asombro el discurrir literario de Soto Jiménez, por cuanto contando apenas 18 años, con la fuerza innegable de la sangre y la influencia de don Cuchico Jiménez, su abuelo materno, escribía en un opúsculo:

“El cielo es un pedazo de nostalgia, el sol embaraza con muerte.
El mundo es planoporque es una hoja grande de tristeza.
Porque somos párrafos inícuos de esta pena.
Porque nomos lombrices de esta hora
Porque somos de estertores en esta larga mansedumbre iluminada”.

Pero entonces quizás la conciencia no estaba saturada de realismo, convencida irremediablemente del sofoco que preña la nostalgia y esculpe la rabia de la impotencia ante el genocidio de la raza primitiva, que es lo que José Miguel Soto Jiménez cincela con su pluma de orfebre, la tiniebla taína.

“La gente se procreaba bajo el árbol, amándose de pie sobre las hojas, quizas sobre huella oculta del futuro, en donde habrían de nacer los caminos o florecer las siembras. Las hembras parían en los juncales, en el “tabuco” o monte, tenían sus hijos la humedad de las flores silvestres y el arroyo cercano”.

Es la descripción del entorno telúrico cuasi vírgen, capítulo luengo de quietud y miel, roto para siempre cuando al irrumpir en el escenario bucólico los caras pálidas en las naos con la cruz de Los Templarios que el Primer Almirante de la Mar Océano temolaba en el cojollo de los mástiles, y que José Miguel Soto refiere con una queja honda imposible de cosmetizar el dolor:

“Disparen los arcabuces y los cañones y que viva la epopeya. Las corazas se ríen de las flechas y la rabia taladra los escudos. Los caballos eran fuertes y los indios eran tristes. ¿Quién desenterrando la pena, desarticulará con un gemido el horizonte?”.

Es el imperio de la fuerza y la supremacía tecnológica de las armas que en todos los recodos de la historia han unilateralizado el diálogo, apabullantes realidades que incoaron el declinar hasta la extinción de los aborígenes que en 1492 identificaron los caras pálidas en Guanahaní, en Las Lucayas, y que José Miguel Soto estiliza y perfila ilustrando el acabose del entorno salvaje en ese año traumático y decisorio para taínos, caribes, arawacos de este lado de un  naciente Nuevo Mundo, y del otro, para judíos, “marranos” y jesuístas.

Se me ocurre una oda en prosa sin parangón, el imperio de un grito por y contra el atropello y gonocidio de una etnia que al principio los caras pálidas asignaban la condición de bestias hasta que percibieron que, idéntico a ellos, concluían sus penas y angustias en sollozos…

“Que enmudezcan las bocas de la brisa, para que se queden sin alas las palabras. Que solo susurre como náufrago perdido el minúsculo testigo que vive en nuestra sangre. Mínimo rastrojo de la historia”…

Y en un areíto enorme y bulloso, con cimbrear de caderas lúdicas y senos al aire y con apenas hirsutas hojas cubriendo las impudicias que explosionó las iras conventuales de frey Nicolás de Ovando el día trágico aquel en que tocándose el gran escudo en el pecho ordenó el genocidio de los caciques de Jaragua comenzando por Anacaona, en un espectáculo que su condición de misógino y vocación a su Orden Cisterciense le resultaba un alud emocional, vivar la raza extinta para que:

“Quizás algún día se endulce la matriz de la esperanza y entre viejos retazos de sol y ocasos tristes vengan el futuro y el destino cantando, de salto en salto por las islas”.. 

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