Enfermedad mental, enfermedad social

Enfermedad mental, enfermedad social

Nunca como hasta ahora la neurología y la psiquiatría han sabido tanto acerca de como funciona el cerebro sano y cuáles son los mecanismos que le conducen a la enfermedad. Nunca se han tenido tantos recursos para diagnosticar un trastorno en fases muy precoces y, por supuesto, para detener el avance de la enfermedad, atenuar el efecto de sus síntomas y, en su caso, curarla.

Es cierto que todavía queda mucho camino por andar, pero el descubrimiento de las bases biológicas de la locura, el hallazgo de nuevas estrategias farmacológicas y la integración de las modernas terapias de modificación psicológica de la conducta permiten albergar esperanzas de que la prevalecía de la enfermedad mental pueda ser reducida en las próximas décadas.

[b]DOCTORES, JUECES, FAMILIA[/b]

Pero esta sensación, del todo correcta, puede conducir a la falsa creencia de que el combate al mal de la mente es un asunto exclusivamente en manos de los científicos. Nada más lejos de la realidad. El trastorno mental es un fenómeno polimórfico; pocos temas relacionados con la salud presentan tantas implicaciones sociales, políticas e ideológicas como éste. Junto a los psiquiatras, biólogos, neurólogos y biólogos, en el ejército para combatir los síndromes del comportamiento toman parte además sociólogos, administradores del Estado, abogados, políticos… la enfermedad mental es, también, una enfermedad social.

La decisión sobre qué modelo de atención sanitaria se elige para los pacientes, la dotación de medios para ayudar a las familias de los enfermos, el cuidado de las instituciones de asistencia, la mera elección entre un sistema sanitario que prime el internamiento o facilite la vida en libertad de los aquejados de síndromes más graves, la puesta en marcha de medidas que permitan la integración laboral de los enfermos…son elementos tan importantes en el tratamiento como la elección de un fármaco u otro.

[b]DIFÍCIL INTEGRACIÓN[/b]

Los familiares de los enfermos saben, mejor que nadie, lo difícil que resulta no solamente la atención especializada, sino también la plena integración social de estos una vez rehabilitados.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en Europa y Estados Unidos comenz6 a plantearse la necesidad de modificar las estrategias para combatir las enfermedades mentales. De hecho, poco a poco el afectado de uno de estos síndromes fue dejando de considerarse un 1oco» para tratarse como un enfermo más. La primera consecuencia de esta tendencia fue la desinstítucionalización. Ésta consistía en la progresiva puesta en práctica de medidas tendentes a sacar al enfermo mental de las instituciones tradicionales, los vulgarmente conocidos como manicomios. Así, en los años 40 nacieron en Inglaterra las primeras «comunidades terapéuticas” y se comenzó a hablar de modernas políticas de reintegración o resocialización.

En la década que comprende de 1950 a 70, los grandes avances en el desarrollo de fármacos tuvieron repercusiones favorables que ayudaron a mejorar el tratamiento de los enfermos mentales. Dichos adelantos también avivaron el interés no sólo por estas enfermedades, sino por los pacientes que las sufrían, e impulsaron la investigaci6n del cerebro como sustrato de las funciones mentales y de la conducta humana.

Una consecuencia de estos avances terapéuticos fue un cambio de actitud hacia los enfermos mentales, expresado en una mejor disposición de los médicos y del público. Muchos enfermos fueron ya vistos individualmente con posibilidades de mejoría importante y reintegración a la sociedad, y los nuevos tratamientos estimularon también el interés en la atención de los enfermos como área de salud pública.

Así pues, la investigación constante en este campo impulsó el reconocimiento de la carga social del mal mental y la necesidad de que en el tratamiento interactúen los médicos, los diseñadores de políticas sanitarias, los asistentes sociales, las asociaciones de familia, los jueces e, incluso, las fuerzas de orden público.

[b]CARGA SANITARIA[/b]

Los efectos públicos de la mala salud mental tienen su exponente más dramático en los países en vías de desarrollo. Si la enfermedad destapa un buen puñado de carencias asistenciales en Occidente, en el caso de los estados pobres la situación es gravísima.

En el Tercer Mundo, las condiciones sanitarias mejoran de manera lenta pero, de momento, inexorable: la esperanza de vida ha crecido y la mortalidad infantil en África ha descendido de un 28 a un 10 por ciento de los nacidos vivos.

La erradicación de enfermedades como la viruela y la mejora de las condiciones higiénicas son otros aspectos que permiten poner un poco de luz en el negro panorama de la salud en el mundo pobre. Sin embargo, las enfermedades mentales siguen siendo un problema creciente y, a primera vista, descontrolado.

En el año 2000, por ejemplo, había en estos países un 45 por ciento más de esquizofrénicos que en 1985. El auge demográfico, el acceso a las drogas, la rápida industrialización, el desplazamiento de las poblaciones, el desplazamiento de poblaciones, la urbanización sin mesura… están entre las causas de este deterioro general de la salud mental. Según la Organización Mundial de la Salud, las enfermedades mentales suponen la carga sanitaria de mayor crecimiento en las economías del Tercer Mundo.

La situación se agrava por la falta de medios para la asistencia primaria y la práctica imposibilidad de generar políticas de prevención eficaces.

Para colmo, los expertos en sociología de la enfermedad apuntan una realidad desconcertante: la totalidad de los ensayos clínicos, estudios e investigaciones sobre males del cerebro y sus tratamientos están diseñados sobre la base de datos estadísticos extraídos de la población del primer mundo. La ciencia y la industria farmacéutica asentadas principalmente en la porción más desarrollada del planeta deben hacer frente a enfermedades del comportamiento que, en el 80 por ciento de los casos, afectan a ciudadanos de la porción más pobre, con sus peculiaridades y sus necesidades propias. Queda claro que al esfuerzo médico debe añadirse un empeño social y político en el que aún hay mucho camino por recorrer.

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