Enfermedades de transmisión libresca

Enfermedades de transmisión libresca

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Como ya sabemos, don Quijote enloqueció por los muchos libros de caballería que había leído. Al celebrarse el cuarto centenario de la publicación de la obra de Cervantes  se ha repetido esta frase un montón de veces. Ahora bien, toda persona que lea libros programáticamente, aunque no sean de caballería, sufrirá un desajuste ante el contorno parecido al que padecía el ingenioso hidalgo de nuestra literatura.

Y para colmo, sin necesidad de perder el juicio sino más bien mejorándolo. Un estudioso de la botánica, por ejemplo, no ve las plantas de la misma manera que un profano. Siempre observará las flores buscando determinar, por los estambres y el pistilo, los órganos sexuales masculinos y femeninos de cada especie. Nosotros miramos en las flores los matices de las corolas, de modo simple y ordinario; a lo sumo, comprobamos si la flor despide alguna fragancia característica. Lo mismo ocurre con un geólogo que contemple las rocas al borde del Océano Pacifico. El geólogo verá como se han sedimentado los estratos; pensará en las edades milenarias de los acantilados. El hombre común, en cambio, solo se detiene un instante para ver las olas estrellarse contra la costa o las gaviotas picoteando los peces.  La visión profunda del “conocedor” le aparta de Mingo Revulgo, del sujeto cualquiera que anda por las calles. Se produce así una inconcordancia o divergencia en la óptica de dos grupos sociales. En rigor, se constituyen dos paisajes distintos: el de los especialistas, contemplado con distingos y perspectiva; y el panorama raso y sin sutilezas del resto de los mortales.  Cuando era un muchacho tenía la costumbre de pararme a examinar los escaparates de las tiendas de la calle El Conde.  Miraba y remiraba los objetos que se exhibían en cada vitrina: zapatos, relojes, cortaplumas, cuchillos de explorador, platos y tazas, cinturones y camisas. Disfrutaba al “revisar” piezas del mundo de la ferretería, desde cubetas, jarrones y grifos, hasta serruchos, martillos y berbiquíes. ¡Tan pronto tenga el dinero, compraré esto o aquello, me decía! Pero hubo una época de mi juventud en la que me dio por conocer la historia del análisis económico. Compré los libros clásicos de la economía: La riqueza de las naciones, Principios de economía política y tributación; también un Diccionario político – social compilado por un tal H. Calleja. Entre las cosas que leí en aquellos tiempos debo destacar el Capitulo Primero del Tomo I de El capital, de Karl Marx. Ese capítulo se titula: Las mercancías.  Rápidamente aprendí que el esfuerzo de un trabajador asalariado de un capitalista “cristaliza” en mercancías; que éstas se intercambian unas por otras en el mercado con la mediación del dinero; que las mercancías tienen valor de uso y valor de cambio. A partir de ese momento concluyó para mí el modo “ingenuo” de acercarme a un escaparate. Los cortaplumas y los martillos dejaron de ser cortaplumas y martillos para convertirse en entidades abstractas o generales: las mercancías.

Don Quijote miraba el mundo a través de una retícula caballeresca completamente ajena a las convicciones e ideas de su escudero, persona corriente y moliente que no conocía a fondo las peripecias y los códigos de Amadis de Gaula y Palmerin de Inglaterra. Un hombre culto, sea botánico, geólogo, físico o economista, está condenado a sufrir por causa de “bizqueras” o visiones esquizoides, que no cuadran con las del hombre común. Acusaciones de excentricidad o chifladura pueden caer sobre las personas cuerdas que ven el mundo desde puntos de vista más amplios y exigentes que los de la generalidad. Esta “discordancia” será más aguda cuanto mayor sea la ignorancia de los que juzgan al “conocedor”.

A veces surgen situaciones conflictivas que acarrean grandes abusos, palizas, atropellos.  Tanto en la antigüedad como en nuestros tiempos han ocurrido esos lamentables problemas de “aberración óptica”. Nadie escapa a los malentendidos: ni filósofos, ni geómetras, ni bacteriólogos.  Se dice que Pitágoras pudo estudiar con los sacerdotes egipcios; aseveran, incluso, que “aprendió a hacer milagros” con un maestro llamado Ferécides. Pitágoras estableció reglas rígidas para su grupo, entre ellas no comer habas, no tocar gallos blancos, no mirarse en el espejo junto al fuego. Pitágoras no se comportaba como todo el mundo. Se sentía “especial”. Era un hombre a medio camino entre los dioses y los mortales. Una posición semejante a la que creen tener los científicos e intelectuales del mundo de hoy. Pitágoras fue un prodigio de la matemática y de la filosofía. Según parece, el nombre de filósofo se estrenó en Grecia al aplicárselo a Pitágoras. El caso es que sus doctrinas se alejaron rápidamente de la posibilidad de comprensión de la gente sencilla. Terminó organizando una “capilla” de iniciados en un conocimiento “exclusivista”, separatista o esotérico. Finalmente, Pitágoras tuvo que huir de la ciudad de Crotona por la hostilidad de los lideres democráticos o populares. El gran geómetra llego a encarnar la expresión más radical de aristocratismo político y de religiosidad “fundamentalista”. Nada relativo a Pitágoras puede afirmarse con certeza. Pero es posible que el excesivo amor a los números, y la confianza sin límites en sus propias ideas, trajeran a Pitágoras la misma cantidad de palos que recibió don Quijote mientras aventuró en compañía de Sancho Panza. Todas las teorías y estudios producen alguna forma de “enajenación mental”: la metempsicosis o transmigración de las almas, los arquetipos ideales de Platón, la hipótesis del éter, el materialismo histórico, la relatividad de los cuerpos en movimiento, la tesis del Big Bang o expansión del universo. Y los libros donde se exponen esas teorías tienen, entre otras virtudes, la de “sorber el seso”  a las personas que los leen.

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