Enfrentamos el crimen o sucumbimos

Enfrentamos el crimen o sucumbimos

TACITO PERDOMO
Ninguna persona debe ser privada de su vida. Los derechos humanos, de los que somos acreedores, nos garantizan el respeto a nuestra integridad física y moral. Lo antes dicho es una verdad general que nos alcanza a todos. No obstante, la realidad no se queda en ese escenario de abstracciones tan amplias, existen las particularidades que, por su crudeza, ameritan una ponderación específica. De pronto me asaltan los recuerdos de algunos de los muchos crímenes que están ocurriendo a diario: El hijo de un amigo que fue asesinado por un guardián; estaba fuera del país y me enteré cuando me encontré con su progenitor en un velatorio, esta vez se trataba del sobrino de otro amigo que fue ultimado en una construcción que dirigía. Todavía no he encontrado las fuerzas para visitar a su deshecha madre.

También pienso en el sacerdote que hace algunos años fue acribillado dentro de su vehículo y de la joven asesinada en la puerta de su casa, ambos por una patrulla policial. De igual manera recuerdo la violación de dos niñitas, las dos asesinadas, una lanzada desde un tercer piso y la otra estrangulada en el callejón de un barrio marginado. Junto con estos horrendos hechos, todavía la Ciudad de La Vega no se repone del asesinato de una honorable anciana mayor de ochenta años, con la complicidad de un empleado.

Más cerca aún, mi cuñada, cuando abría el local de su trabajo llegó un antiguo compañero de labores, éste, sin mediar palabras, punzón en mano, se abalanzó sobre ella, la estranguló con una correa y la apuñaló, interesándole los pulmones. El móvil era el robo. La dejó por muerta pero, gracias a Dios, fue encontrada rápidamente y llevada al hospital, donde milagrosamente salvó la vida. Pero también sigue vivo el trauma causado en los que somos sus familiares, sobre todo en su hermosa criatura de apenas cinco años.

Ahora, hace pocos días que una persona, a quién conocí por referencias, fue asaltado para robarle su vehículo y le ocasionaron cinco disparos de pistola. Diómedes resistió en su lecho un par de semanas donde, hasta horas antes de su partida, pedía a su compañera que le leyera los libros de textos para tomar el examen con que culminaría su carrera universitaria. No pudo terminar porque la vida se le escapó entre las manos de sus seres queridos impotentes.

Deja sin su aliento a la sociedad, a vecinos, a amigos, a familiares, a unos padres sin consuelo y sobre todo a una esposa, dos niños y tres niñas, que ninguno sobrepasa los quince años, sumidos en el más espantoso de los abismos. Esa familia ha sido destrozada, nada ni nadie le devuelve el amor, la tranquilidad, la paz, las esperanzas, los sueños y la seguridad forjados a la sombra del árbol generoso que fue su padre y compañero. No hay forma alguna de resarcir esta pérdida humanamente imposible de medir.

¿Que normó la inconducta de los asaltantes que los indujo a un daño tan inmenso? ¿Dónde buscar el culpable moral? Este crimen lo produjo la descomposición social, la pérdida de elementales muros de contención moral, la degradación del más puro estamento humano que es la familia. Hay que buscar el culpable en los derroteros que sigue la sociedad de hoy que, de no cambiar radicalmente las causas que lo motivan, nos hundirá cada día más en un laberinto sin retorno.

Lo ideal hubiese sido que en nuestra sociedad no se acumularan los cardos de cultivo que provocan estos acontecimientos, o que, en el peor de los casos, existieran centros de verdadera recomposición conductual, para devolver individuos regenerados y reencausados que le sean útiles a la sociedad. Pero ni una ni otra cosa es parte de nuestra realidad.

Sin embargo, en esta carrera por la vida, en que el ordenamiento y corrección de los desordenes sociales acumulados, provocados por injusticias de todo género se toma un tiempo impredecible, se hace necesario que a crímenes de esta naturaleza, de crueldad y frialdad sin límites, se castigue con la pena capital.

Con muchísimo dolor, con estas posiciones me enfrento a lo más puro de mis afectos y sentimientos, pero las medidas forzosas son duras, crueles, difíciles de aceptar y quienes las veamos como el doloroso, pero ineludible freno inmediato seremos puestos en la picota pública. Pero, o asumimos el reto o nos hundimos todos irremediablemente, por lo que estamos compelidos a enfrentar esta situación con energía.

Desgraciadamente, mientras luchamos por que lleguen los tiempos de la utopía, nuestra sociedad no puede cargar con el lastre que ella misma incubó en su seno. O lo enfrenta o sucumbe.

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