Enmascarado asalta a los hondureños con obras de arte 

Enmascarado asalta a los hondureños con obras de arte 

TEGUCIGALPA. AP. En la capital del país más peligroso del mundo, un hombre encapuchado y enmascarado baja de su auto para cometer un asalto mientras un cómplice hace de vigía.  

Su víctima es una pared desconchada en una esquina llena de basura en Tegucigalpa, que embadurna con cola para pegar una enorme reproducción en blanco y negro de la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci.  

Un borracho se detiene a mirar y cuando descubre, sorprendido, que la dama del cuadro empuña una pistola pintada de color rosa, levanta las manos y comienza a hablar con ella como lo haría con un policía. “Yo no he hecho nada, yo no he hecho nada” repite mientras deja que le tomen una fotografía.  

En apenas cinco minutos, el Maeztro Urbano ha conseguido lo que pretendía con su intervención artística: hacer pensar a los hondureños sobre la violencia que reina en su país.  

“El nivel de normalización de las armas en este país ha superado todo lo racionalmente admisible”, opina el Maeztro Urbano, un artista gráfico de 26 años convertido en un cruzado con antifaz. “A nadie le sorprenden y a mí me sigue pareciendo una locura”.  

Maeztro Urbano ha elegido la calle como escenario para mostrar su obra. “Viendo cómo el país se hunde, la idea de utilizar el arte para potenciar el consumo en lugar de contribuir a la transformación social”, remarca, “comenzó a volverse insoportable”.  

La idea surgió porque “al trabajar como creativo publicitario comprendí la fuerza del condicionamiento en el público que se puede generar a través de la mezcla de formatos, grafitti, esténsil, dibujo o sticker y decidí retirarla del consumo y volcarla en la producción de ideas”.  

Tegucigalpa es una ciudad de calles vacías, bolsas de basura por todas partes y miedo extendido, sin plazas públicas, ni paseos, donde hasta los conductores harán un ligero movimiento de volante para evitar acercarse demasiado a ese encapuchado que hace algo raro sobre una pared, casi como a cualquier persona mínimamente diferente con la que se crucen. Prácticamente los únicos lugares de encuentro son los centros comerciales vigilados por hombres fuertemente armados.  

Un muro medio derruido, un portón oxidado, montones de basura en las esquinas, y un perro abandonado que merodea alrededor del artista son el escenario en el que trabaja.  

En este contexto y en apenas un par de horas, el Maeztro Urbano interviene con sus materiales a lo largo del centro de la capital más violenta del mundo, una ciudad de 1,2 millones de habitantes en la que murieron asesinadas mil 149 personas durante al año 2011.  

Tegucigalpa, con un índice de 87.6 homicidios por cada 100 mil habitantes, una cifra que se ha duplicado en los últimos cinco años, multiplica por veinte la de los Estados Unidos, y se sitúa diez veces por encima de lo que la Organización Mundial de la Salud define como “epidemia”.  

Frente a la Universidad Nacional, un guardia de seguridad mira trabajar, absorto, al Maeztro Urbano.  

“¿Quién le paga por eso?”, pregunta. “Nadie”. “Entonces, ¿por qué lo hace?” “Para ayudarles a pensar”. Lo ha conseguido. El guardia trata de dilucidar si el arma que los protagonistas de “American Gothic” de Grant Wood, una pareja de pastores para él, portan en sus manos en lugar del rastrillo original es o no es un M-16.  

En 15 minutos, la única persona que pasa por la calle es Federico Ramírez, un hombre retirado de 53 años que trata de salir a caminar por prescripción médica.  

“No sé nada de arte”, admite, pero le gusta ver “algo bonito y diferente, que además tiene mensaje”. Aunque está un poco “cansado de ver armas” y no le gusta que éstas se entrometan en los cuadros, reconoce el valor de una propuesta que le parece “valiosa, moderna, original”.  

“Comencé en octubre de 2011”, recuerda el Maeztro Urbano sin dejar de remover la cola con la que embadurna una pared. “El detonante fue un concurso de carteles de la Unesco sobre diversidad cultural. Presenté mi propuesta, dejaron el premio desierto y decidí que si las puertas de las instituciones estaban cerradas, el lugar natural del arte era la calle, olvidándome de los intermediarios”.  

Utiliza el nombre Maeztro Urbano para conservar el anonimato en una tarea peligrosa e ilegal. Aunque no es famoso, podría considerársele el Banksy hondureño, el artista callejero británico cura identidad es objeto de conjeturas. Sólo sus íntimos saben quién es.  

Fabrica su propia cola, hirviendo harina en casa y mezclándola con agua —“es el mejor adhesivo y el más barato”—, y dibuja su nuevo proyecto sobre reproducciones de obras clásicas cuya impresión le cuesta apenas 80 lempiras (unos cuatro dólares) por unidad, para luego pasarse las tardes de domingo repartiendo color e ideas por la ciudad. Su cómplice, el documentalista Junior Alvarez, vigila mientras Maeztro trabaja y fotografía la obra final.  

Escogió las obras maestras porque piensa que “existe un paralelismo entre la transgresión tan brutal de una obra tan bella que supone la introducción de un arma y la transgresión de la violencia y las armas sobre Tegucigalpa”. Argumenta que sin armas, “también esta podría ser una ciudad bella”.  

El crítico Bayardo Blandino, curador del museo Mujeres en las Artes, dijo que el estilo Banksy es una novedad en Honduras y que el Maeztro Urbano lleva al límite la libertad de expresión en el país.  

“Si continúa con perseverancia y sistematicidad”, dijo, “llegará a conseguir un público fiel y un efecto, especialmente por la viralidad de su difusión a través de las redes sociales”.  

Pese a la iniciativa que muestra, el Maeztro Urbano no quiere que juzguen su obra con ingenuidad. Es consciente de que no aporta soluciones. Reconoce que con su arte no puede “disminuir el número de armas, ni conseguir que la educación mejore”, pero sí que es posible “provocar una reflexión sobre esos problemas” como “primer paso para que los ciudadanos adquieran conciencia crítica de su contexto. Todo en el arte callejero es contexto”.  

En la intervención que convierte los postes de electricidad en bañas de ametralladora, “mi proyecto es esperar a que el púbico se acostumbre y apropia de esas balas para reintervenirlas y dibujar dentro de unas semanas, manos que las detengan” explica.  

Para la plaza que agrupa varios de los hoteles más elegantes de Tegucigalpa, ha elegido sustituir la manzana que cubre la cara del “Hijo del hombre” de René Magritte, por una granada. Tres jóvenes que se esconden tras unos árboles para fumar marihuana protegidos por la seguridad del entorno no dudan al opinar sobre el cartel. “Los responsables de la violencia en Honduras están escondidos, no conocemos sus caras, pero son poderosos, llevan saco y corbata” dice uno de ellos, Gerson Ortiz, de 21 años y estudiante del instituto metropolitano.  

El “Maeztro” se niega a clasificar su obra. “El arte en la calle no es una cuestión de categorías ni fronteras sino de la fuerza de las ideas que provoca” y acepta que “si la muerte en Honduras, forma parte de la cotidianeidad” su labor puede estar en “romper esa cotidianeidad macabra a través de los cambios de sentido”. Sueña con “generar una gran bola de nieve que en su descenso le genere inquietud a la monotonía”.  

Pero pintar en las calles no ha sido fácil durante mucho tiempo en un país que vivió un golpe de estado hace menos de tres años ni, por supuesto, está exento de riesgos. “Hubo una época en la que la policía estaba realmente detrás de quienes trabajamos en la calle”, recuerda el Maeztro Urbano. Ahora, ese riesgo ha disminuido, pero no ha desaparecido. A fin de cuentas, lo que hace es ilegal.  

“Hay lugares donde me gustaría intervenir y no puedo”. Se refiere a los centros de poder, la casa presidencial o las estaciones de policía. “En este país no se andan con tonterías, aquí mientras mantengas tus ideas en privado no pasa nada” sostiene, pero desde el momento en que se ejerce una función pública desde la crítica, más aún si se convierte en viral, compras un número de lotería para que te suceda cualquier cosa”.  

La violencia que denuncia también le ha rozado a él. “Al principio tenía zozobra cuando salía a la calle” pero ahora “me he acostumbrado a la adrenalina”. Recuerda cómo una noche escuchó “el motor de un carro que reducía velocidad. Miré hacia atrás con el tiempo justo para ver cómo se bajaba la ventanilla y asomaba una pistola. Me dispararon tres veces sin mediar palabra. No me dieron. Tuve mucha suerte”.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas