Enrique Agramonte (1971) nació en la Habana, Cuba, educándose artísticamente en el Museo Napoleónico y en la Escuela Nacional de Bellas Artes San Alejandro. Desde 1994 vive y trabaja en San Juan, Puerto Rico. Desde su oficio de taller se abisma en los recursos del sueño como penúltima fórmula de volver a materializar, habitar y eternizar su ciudad soñada.
La Habana, ciudad hechizada, fetichizada y flagelada por sus máximos poetas, pintores y verdugos. La Habana de Agramonte se impone como una ciudad intemporal, como un icono omnipresente en el fantástico imaginario que logra cristalizar con gracia y vital originalidad en sus pinturas recientes.
En El Bulevar de mis Sueños Enrique Agramonte plasma una serie de imágenes a través de las cuales nos adentra en La Habana, en su Habana real e imaginaria, ciudad en la que encarnan y reencarnan los fantasmas, se consuma paroxísticamente el delgado solar de la Utopía y se desvanece de manera hermosa la densidad unívoca de lo real. La imagen filtrada de una ciudad ingenuamente pura, de raíces oníricas, habitada por una enigmática espectrología que proclama teatralmente su corporeidad sobre un mundo de escenarios espectaculares.
Una obra axial de esta serie es Los Sueños de Celia ll. En esta imagen, al igual que en el universo carpenteriano, lo insólito se torna cotidiano. El artista invoca el prodigio y cumple el sueño imposible de Celia Cruz (la Guarachera de Oriente), representándola en su espectáculo posmortem frente al Capitolio de La Habana, acompañada por los soneros del pasado, ante el asombro, el silencio, la soledad y la quimera del instante. En Mi Habana tiene tumbao, la demoledora taumaturgia poética del pintor, es suficiente para suscitar el ansiado reencuentro de Celia con Tito Puente (El Rey del Timbal), siempre ante el espejismo y la algarabía de la mítica y mixtificada fantasmática de La Habana de Agramonte.
En estas dos obras, advertimos uno de los capítulos más brillantes en la romántica y delirante saga del joven pintor.
El deleite de las nupcias es puro divertimento y risotada. Breve y excitante crónica de las frivolidades, la seducción y la catástrofe femenina en el bulevar de los sueños cotidianos.
En El día que Cachita pasó por mi casa nos deslumbra otra vez ese tumbao, ese sabor popular que destila la obra pictórica de Enrique Agramonte. Aquí, la presencia de la magia consubstancial a la cultura y a la realidad cubanas es representada en una escena digna de la genialidad, las alucinaciones y la gracia de un Breughel. Sin dudas, en esta pintura asistimos ante uno de los más sutiles escapes de la retrógrada visión antropologista que signa a una buena parte del arte cubano contemporáneo.
En Anochecer en mi Habana la ciudad es una grisalla perpetua, casi arropada por la niebla y la nostalgia duele, se ha quedado solitaria. Sólo la melancolía, el aire de la isla y la posibilidad de la libertad proclaman la certeza de la desnudez.
El Altar de Tomasa es un fulminante guiño por parte de Agramonte. Aquí nos deja ver bien claro lo que puede hacer con y por la pintura. La riqueza descriptiva, la atmósfera mágica, las texturas, la luz precisamente incógnita de los seres y las cosas, así como los deliciosos detalles de los espectros y el cigarro humeante sobre la tasa de café, constituyen una lección insuperable en favor del placer de ver.
Dos de los elementos que más nos impactan en el universo visual de Agramonte son su elocuente originalidad y su lúcida despedida de lo racional. En su caso, estamos ante un artista que asume el sueño y la poesía como caudales privilegiados de su repertorio imaginario. En su práctica creativa, los resultados del sueño activo se transforman en prueba maravillosa de lo real, en un repertorio de imágenes bañadas por una discreta, inédita, asombrosa y conmovedora luminosidad. Sus escenarios y personajes citadinos están frisados en las texturas del tiempo, en las efímeras, grisáceas, amarillentas y azulosas fuentes de la memoria y lo intangible.
Curiosamente, La Habana de Agramonte se ha humanizado. La intemporal arquitectura de la urbe está tomando apariencias primitivas, orgánicas, vivas. Ya no sabemos si estas edificaciones se retuercen o tiemblan de dolor, nostalgia, júbilo, tristeza o desesperanza.