Enrique Blanco: El desertor errante

Enrique Blanco: El desertor errante

Miembro del Ejército, no era más que raso. Un raso no “automatizado”, un raso no “robotizado”, porque él pensaba. Tenía fama de experto tirador. Se decía que un superior le encomendó un servicio especial. Un servicio envuelto en el ropaje fatal de una orden de esas que en el seno de la “guardia del jefe” se cumplían sin chistar. Ordenes que no se discutieran. Pero el soldado raso Enrique Blanco Sosa la consideró una orden odiosa, repugnante, algo así como una cosa nauseabunda. Y se resistió a cumplirla. Decidiendo hacerse desertor, lo que equivalía a condenarse a muerte. El desertor se convirtió en un rebelde errante.

Y se hizo una especie de fantasma, se transformó en un hombre leyenda. Rafael Enrique Blanco Sosa era hijo de Eugenio Blanco y de Ubaldina Sosa.

Enrique Blanco fue un alzado solitario, permanentemente perseguido de manera implacable, por la guardia del jefe. Sin embargo, cinco años duró el “cimarronaje” del ex guardia Rafael Enrique Blanco Sosa. Este cimarrón, fantasma o leyenda, en los parajes y comarcas del Cibao, tuvo que vivir de manera azarosa y de modo presuroso, de pueblo en pueblo, de campo en campo, de trillo en trillo, de ladera en ladera y de monte en monte. A este alzado solitario, desertor acosado y rebelde errante, Joaquín Balaguer le dedicó su “Romance Del Caminante Sin Destino”, donde aparece esta estrofa: “Qué misterio hay en la vida, de este viajero que vaga, como una hoja rodante, en medio de la borrasca. Si es un bandido sin ley, por qué no roba, ni mata?”. Muchas fueron las historias que se relataban en torno a la vida accidentada y valerosa del famoso guardia desertor. Se contaba que en “La Emboscada” cultivaba tabaco en sociedad con un tal Mon Cigarro. Pero en la cabeza de Mon Cigarro empezó a triscar la traición y decidió entregar a la guardia del jefe, al alzado desertor.

Y le propuso participar en una cacería de guineas en compañía de unos amigos que de madrugada un día se presentarían. Enrique Blanco, astuto y desconfiado, el día señalado amaneció en vela atisbando desde una cumbrera. En la madrugada escuchó murmullos y percibió extrañas voces. Era un grupo que lo encabezaba Mon Cigarro, era la guardia. Entonces, de un certero disparo hizo blanco en la candela del inseparable cigarro de Mon, el amigo traidor, que al suelo cayó con un balazo en la felona boca.

Son muchas las leyendas y consejas que en baja voz se contaban a manera de elogios. Elogios para el bravo solitario que se burlaba de la fuerza uniformada que resultaba el soporte fiero de la pesarosa opresión trujillana.

En Navarrete entró a un comercio y manifestó que quería un par de zapatos, el precio no importaba, porque se trataba de “un fiao, que lo pagaría Trujillo”. Por la insolencia lo amenazaron con la guardia. Entonces aseguró que iba a firmar con su verdadero nombre, que era el de “Enrique Blanco”. Y enseguida apareció la solución: “¡Usted no debe nada!”. Las cosas ocurrentes y burlonas de Enrique Blanco fueron muchas. Y para concluir diremos que cuando decidió suicidarse, porque no podía caminar. Le dijo al joven Delfín Álvarez García, quién era él. Que dijera que él lo había matado. A Delfín Álvarez García le dieron papeletas, le amarraron un revólver y lo disfrazaron de guapo. Pero cuando se supo la verdad, a Delfín también le tocó su fin. El poeta Joaquín Balaguer dijo: “Enrique Blanco termina su carrera desbocada, e incapaz físicamente de seguir su heroica hazaña, acerca el revólver a sus sienes y pone fin a su drama”.

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