Entierro en fosa común

Entierro en fosa común

SERGIO SARITA VALDEZ
Uno de los objetivos fundamentales y esenciales en toda investigación médico-forense de muerte que se precie de seria y competente lo constituye la identificación de la o las victimas mortales. Ello es así puesto que tal y como acota el doctor Lester Adelson en su Vademécum para Patólogos «la correcta identificación de un cadáver es de gran relevancia humanitaria ya que permite una pronta notificación a familiares para que puedan llevar a cabo los oficios religiosos y resolver otros asuntos de índole legal o social, amen de su valor desde el punto de vista criminalístico. Saber quien es la persona fallecida representa el punto de partida lógico en la búsqueda del móvil del crimen y el probable asesino».

Cuando acontece una tragedia en la que decenas de individuos pierden la vida, el problema de saber a quien corresponde cada uno de los cuerpos encontrados se convierte en un verdadero dolor de cabeza que requiere de pericia y metodología. Nos viene a la mente el lamentable y consternador caso del incendio de la cárcel de Higüey ocurrido a tempranas horas de la madrugada del 7 de marzo de 2005. De inmediato se crearon equipos de trabajo, cada uno de los cuales estuvo encabezado por un patólogo forense. Ciento treinta y seis reclusos perdieron la vida en aquella hecatombe. Los cadáveres fueron depositados en furgones refrigerados. Luego se procedió a la clasificación de los mismos en base a la severidad de las quemaduras. Se establecieron prioridades consistentes en determinar la identidad de cada fenecido, así como la causa y la manera de muerte.

Se elaboró una ficha individual para cada una de las 136 víctimas. Se levantaron huellas digitales, registro y diagramación dental, además de fotografías completas de los cuerpos, ropas y otras pertenencias. Una vez examinados los cadáveres y ser debidamente fichados eran regresados a los furgones. A medida que iban llegando los familiares se les mostraban las fichas levantadas y después se procedía a compararlas con los documentos aportados por los dolientes, entregando luego los difuntos en ataúdes.

Bajo ninguna circunstancia hubimos de permitir que los restos de los infortunados fuesen inhumados en fosas comunes tal cual pretendía la señora síndico de turno. Nuestra posición fue hecha pública ya que entendíamos que por el simple hecho de estar encarcelada ninguna persona se hace pasible de ser vejada, humillada, o tratada de manera indigna, aún después de muerta. Al final se impuso la razón y cada fallecido fue colocado en un nicho separado en espera de que aparecieran los familiares para concluir las tareas de los peritajes forenses.

¡Que pena que tan rica experiencia no pudiera ser asimilada por otras personas para el manejo del caso de los 25 ciudadanos haitianos muertos en la segunda semana de enero 2006, en un camión cerrado que los transportaba ilegalmente desde el poblado de Dajabón con destino al Cibao! De acuerdo a informes de prensa aparecidos en distintos diarios dominicanos, un procurador adjunto, encargado para realizar tan delicado asunto, ordenó que 22 de las victimas fuesen enterrados en una fosa común en el cementerio de cañongo.

Se trata de la peor decisión que una autoridad judicial con el mínimo de conocimiento forense puede asumir. Aparentemente no se le ocurrió asesorarse adecuadamente con un patólogo forense entendido en la materia. Cualquiera que desde una latitud medianamente civilizada lea un titular como el que se estampa en la página 4 del diario El Caribe fechado el Viernes 13 de Enero de 2006 pensará que la República Dominicana es una nación selvática, cuya sociedad tiene una evolución, que apenas se acerca a la época medieval, solamente así se explicaría semejante dislate de conducta forense.

Me pregunto que pasará cuando mañana una de las familias haitianas quiera exhumar a su difunto. Tendrá que remover 22 cadáveres para comenzar a desentrañar cual de ellos corresponde a su deudo extinto en cuestión.

Vergüenza, bochorno, lástima y rabia a la vez es lo que provoca la desazonada acción judicial. Aunque algunos se nieguen a aceptarlo, lo cierto es que a pesar de ser humildes y pobres esos muertos haitianos era gente que merecía ser tratada con decoro y dignidad.

Muy distinta fue la actitud de nuestro jefe de Estado el compañero Presidente doctor Leonel Fernández Reyna quien no solamente condenó la tragedia sino que ordenó una profunda investigación para que los responsables de las muertes sean traducidos a la justicia. Además envió sus condolencias al pueblo haitiano por la tragedia ocurrida.

¡Que bueno sería si los demás funcionarios imitaran la conducta de nuestro primer mandatario en situaciones como estas! Si así hubieran actuado jamás le hubiese pasado por la cabeza inhumar a estos infelices en una fosa común.

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