A pesar de que desde su temprana concepción la filosofía planteó una aprehensión de lo real libre de la participación de las imágenes, por mucho tiempo dicha categoría del existir fue interpretada a través de las relaciones que ellas ofrecen, por mediación de lo que lo visual otorga al sujeto observador y al objeto observado. Así ocurrió hasta la llegada de la premodernidad, época en la que el pensamiento humanista y científico desplaza los antiguos espejismos políticos y religiosos que constituyeron el alimento del imaginario occidental iniciándose con ello la era de la incredulidad sometedora de la imagen. Susan Sontag, responsable de estas cavilaciones, recordó años antes de su muerte cómo Feuerbach, en sus aseveraciones vertidas en el amanecer decimonónico alertaba sobre ello: “Nuestra era prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”.
Desde el acontecer del homo sapiens que tempranamente expresó en los gráficos rupestres de Altamira y Lascaux la inquietud provocada por lo visto (¿imaginado?); desde la civilización helénica y los avatares de la antigua Roma hasta entrada la Edad Media, ciertamente el hombre mostró en objetos, paredes y utensilios sin límite ni restricción aparente, cuanta cosa miró, palpó y experimentó. Aunque la escultura, la pintura y el dibujo precedieron a las modernas técnicas de la fotografía y la cámara nunca se cuestionaron su simbiótica relación e interdependencia. Sea la figura corporal, las interioridades de su pensar o aquello que le rodea, ese hombre ha perseguido la observación de dichas temáticas aliado de los variadísimos instrumentos brindados por la naturaleza o los creados por su propia destreza. En suma: jamás hemos cesado de ver(nos), y hoy, quizás más que nunca, se reconoce la ubicuidad de las imágenes y su poder expresivo en un mundo donde literalmente todo debe revelarse.
Como tal, no sorprende que el neoyorkino Metropolitan Museum of Art exhiba casi simultáneamente en estos finales del 2017 importantísimas muestras de la fotografía contemporánea(“Modernismo en el Ganges: Fotografías de Raghubir Singh”); del transcurrir del arte figurativo (“Miguel Ángel: Dibujante y diseñador divino”; y “Leonardo hasta Matisse: Dibujos maestros”), así como de las inquietudes pictóricas del expresionismo trabajadas a manos de un imperecedero maestro noruego (“Edvard Munch: Entre el reloj y la cama”).
Preocupada por la habilidad de la cámara fotográfica de usurpar la realidad gracias a que la fotografía no es solo imagen o interpretación de lo real sino también un rastro directo, un vestigio de ella portador de “una autoridad virtualmente ilimitada en la sociedad moderna”, Sontag sentenció en unas breves palabras lo que constituiría la eterna dicotomía, controversia y sostén teórico de disciplinas y corrientes años a venir: “La imagen es verdadera en cuanto se asemeja a algo real, falsa pues no es más que una semejanza”.
¿Es posible entonces comprender el espejo del entorno a partir de un acertijo tan simultáneamente banal y complejo? ¿Conforman todas las imágenes el mismo sistema de registro? ¿Es, por ende, la fotografía, toda la fotografía en su más amplio sentido un medio condenado a la inexactitud por no decir a la falsedad? La robustísima obra del fotógrafo Raghubir Singh (1942-1999) despoja cualquier duda sobre el poder evocador de dicha expresión artística cuando el obturador de la cámara se convierte en ojo avizor y crítico gracias a la sensibilidad del artista. En legado que transporta aquella evocación al terreno del documento. Singh, considerado uno de los más influyentes artífices de la fotografía moderna, es el autodidacta que desde la niñez hace de la cámara un instrumento existencial, un pincel pensante a través del cual pretendió comprender la rica, exuberante y compleja realidad del subcontinente indio que le vio nacer.
Singh fue un pionero de la fotografía paisajista y urbana retratando a través de ellas la intersección entre modernismo y tradicionalismo de la India postcolonial gracias a la influencia de lentes como Robert Frank, William Gedney y el francés Henri Cartier-Bresson. Paradójicamente, a pesar de que las restricciones comerciales impidieron la importación de película a color a su país, Singh abrazó el Kodachrome para impregnar sus imágenes de la belleza y humanismo característicos de la cultura india, rasgos que insertos en el paisaje narraron en sus obras una historia de desigualdades y profunda espiritualidad que a su juicio no podía ser plasmada monocromáticamente.
Hablamos aquí por supuesto del paisaje ocupado por el hombre, necesitado y maltratado por el hombre y a la vez asumido por este como espacio de comunión; dialogo entre el caos y la energía vital esparcida en una nación ocupada por 1,200 millones de seres. Cuestionado en su madurez artística, Singh confesó que Monsoonrains(1967), trabajada cuando contaba con apenas 25 años, constituía su obra más acabada. Tierra, clima y tradición conforman la escena de cuatro mujeres empapadas por las incesantes lluvias de los monzones que castigan gran parte del territorio del subcontinente y que a través de los tiempos se han incorporado al ethos nacional. La blanquecina humedad del horizonte y los pálidos verdes del pasto son rotos por el marrón tierra de los elegantes saris que apenas visten a estas mujeres. Sus siluetas se han hecho transparentes desnudando las pieles húmedas, como la del torso que eróticamente descuidado rompe el primer plano frente al observador. Se vive, y se sufre, con y en la naturaleza rebelada, quisiera decir la composición.
En otra paradigmática obra completada dos décadas más tarde, el artista que nos ocupa retrata una de las múltiples encarnaciones del rio Ganges dentro del hábitat de su país. En Man diving (1985) una vez más el protagonismo lo comparten hombre y entorno: el clavadista que ha sido capturado en pleno salto mostrando un cuerpo colocado casi matemáticamente sobre el horizonte en una ribera inundada por aquel océano de agua dulce. Ese sagrado (y contaminado) cauce que rasga la geografía de la India desde el Himalaya hasta Bangladesh como imborrable herida-memoria de un millón de kilómetros, y no el Sena, es, a juicio del genial Singh, el símbolo desde donde deberá partir la fotografía india en busca de su adaptación al canon moderno.
Raghubir Singh dijo una vez que le resultaba imposible expresar sus imágenes sin el color, ya que estaba convencido de que el blanco y negro representan la alienación, la muerte y ansiedad definitorias del ser occidental, rasgos que se yuxtaponen al ciclo de vida y renacimiento intrínsecos a la perennemente palpable policromía de la escena de su tierra natal. No olvidemos que la cámara y lo construido por el fotógrafo puede representar, a consideración de Barthes, un producto netamente sintético desprovisto de historia propia, o, a nuestro juicio en el caso de Singh, un verdadero “lápiz de la naturaleza” que al unísono revela la contundente voz de la denuncia y la más sublime expresión del espíritu.