Entre Bush y Kerry

Entre Bush y Kerry

PEDRO GIL ITURBIDES
La guerra de Irak determinó que la mayor parte de los habitantes del mundo se integren al proceso electoral de los Estados Unidos de Norteamérica. Los votantes estadounidenses actuarán como sufragantes. En el resto del planeta las emociones han sustituido el acto físico de emitir el voto. En el territorio estadounidense se mantiene, a unas horas de los comicios, el empate técnico.

En los países de la Tierra no están cuantificadas las inclinaciones por uno u otro de los candidatos. Esta aseveración no aplica para candidatos como Ralph Nader, a quien los sondeos asignan un bajísimo porcentaje en las preferencias del electorado.

De lo que podemos estar seguros, empero, es que el dichoso empate técnico no se dilucidará en las urnas. El sistema electoral estadounidense linda el mecanismo de la elección de segundo grado. El elector establece una tendencia que se dirime en los colegios electorales o caucus. Quienes los integran son depositarios reales de la soberanía popular. Y es que el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica, multiétnico y multinacional, tierra de inmigrantes, es un pueblo muy especial.

En cierta medida, este mecanismo contribuye a aquietar los ánimos de los ciudadanos. De hecho, un día de elección presidencial en ese gran país  pasa desapercibido para el visitante que no esté atento a este proceso. Creo haberles contado de mi experiencia personal en la oportunidad en que fue elegido Jimmy Carter.

Asistíamos a un curso en el Brookings Institute, en Washington, gracias a la iniciativa para que se me invitase de nuestra ya fenecida amiga, Bárbara Hutchison. El día previo al de los comicios se nos anunció que a partir del mediodía siguiente cesarían las conferencias a las que asistíamos, debido al compromiso cívico de los disertantes. En ese instante, al comentar esta información con otros asistentes al evento, recordamos que estábamos en mes de elecciones.

A lo largo de aquellas fechas, sin embargo, Washington no lucía el ambiente de ajetreos que es propio de las elecciones en nuestros pueblos. En la calle 7, que cae en perpendicular sobre la avenida Pensilvania, a dos cuadras de ésta, había una edificación de dos plantas, con banderas y pancartas en la parte frontal. Hacia ella me dirigí esa tarde, para observar si se daba la aglomeración propia de nuestros centros de orientación a los votantes de nuestros partidos. Entraba y salía gente, pero con una tranquilidad propia de sucesos en los que se invierten menos tensiones.

Poco después supimos que Gerard Ford había perdido las elecciones. Condenado de antemano por los sucesos de Watergate, Ford cumplió su papel, a sabiendas de su destino. Asistió a aquella batalla de la democracia como el soldado que enarbola objeción de conciencia ante el acto bélico, aunque cumple con su deber ciudadano. Se sacrificó porque era el presidente del Senado federal en instantes en que le asistía vocación sucesoral respecto de Richard Nixon.

Pero Ford era casi públicamente rechazado por los miembros de los colegios electorales, influidos por lo ocurrido en el edificio Watergate. Estos consejos de votantes estaduales reúnen 538 electores a lo largo y ancho del país, incluidos los estados de ultramar. Incluyen tres votos del Distrito de Columbia, jurisdicción política en que se encuentra Washington, la capital federal. Del total de estos votantes, el ganador debe conquistar un mínimo de 270.

Aquél martes en que se contaron los votos que favorecieron a Carter, recorrimos la ciudad, impresionados por el ambiente de trabajo que prevalecía. Muchos ciudadanos habían emitido sus votos desde días antes, conforme otra extraña costumbre en materia de comicios. Serban Vallimarescu, sin embargo, a quien fuimos a visitar en las oficinas de la sección cultural, frente a la Casa Blanca, no se encontraba en su oficina. Un marino que nos atendió a la entrada del edificio indagó sobre su paradero y nos dijo que había ido a votar. ¡Habíamos detectado de alguien que se tomaba un receso para emitir su voto!

Todo, sin embargo, mantenía la calma, la rutina, la quieta tremolina propia de la vida de un pueblo acostumbrado al quehacer productivo. Porque el secreto no se hallaba en la angustia que vivimos nosotros ante las mesas electorales. Todo habría de dilucidarse por la voluntad de poco más de medio millar de ciudadanos que son recipientarios de la soberanía nacional de esa inmensa democracia.

Por supuesto, el voto popular cuenta, pues casi todos los estados se acogen al principio de que los colegios electorales ofrecen respaldo al candidato más votado. Pero otros estados, como Maine y Nebraska, reparten el voto en proporción a los resultados de las urnas. Esa diferente percepción y variados procedimientos prevalecientes en los estados, permite que se vean casos como el de Al Gore y George Bush, en donde el más votado, Gore, no obtuvo el apoyo de los colegios electorales.

De modo que ese empate técnico que se conoce a escasas horas de los comicios en Estados Unidos de Norteamérica, se dilucidará entre estos 538 electores de segundo grado. Y la inclinación de los mismos, en las elecciones del año que discurre, en nada se vinculará con las simpatías de ese pueblo, sino con el pensamiento del selecto grupo de electores. Si hay mayoría de halcones entre ellos, proclamarán a Bush. Si hay mayoría de palomas, el ganador lo será John Kerry. Porque mañana ese pueblo votará en relación con la guerra de Irak. No en contra ni a favor, sino en relación con su secuela, incluido el terrorismo.

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