«Entre dragones», de Gerardo Castillo Javier

«Entre dragones», de Gerardo Castillo Javier

La literatura, fruto del hombre, no podía ser ajena a su creador. Pero –he aquí algo de lo que poco suele tomarse nota el creador tampoco podía dejar de ser producto de su obra. Lo social se vuelve orgánico y espiritual; y el espíritu se transforma en comportamiento social, en tradición y convenciones, de una parte, y en ruptura y utopías, de la otra.[tend] La literatura generó y sigue prohijando cierta imagen del universo; dicha imagen, por el simple hecho de existir, de estar presente, influye en nuestras acciones y contribuye a modificar la realidad que refleja y de la que forma parte. La manera como la literatura se insertará en la cotidianidad extra literaria (en tanto que forma sui géneris y autónoma de experimentar, sentir y pensar la vida) sin duda que variará de un pueblo a otro, de una nación a otra, de un período a otro período. Pero un hecho asoma incontrovertible: ya es parte de nuestra existencia, lo que significa que con ella se han abierto nuevas ventanas hacia lo posible, se han despejado nuevos caminos hacia lo inexplorado…

Sin literatura, sin las fuerzas que esta despierta en nosotros, sin los horizontes a los que en el ámbito de nuestra propia intimidad nos da acceso, el hombre resultaría empobrecido más allá de lo imaginable. El valor, trascendencia y peso de la experiencia literaria rehúsa ser medido en términos materiales. Su monta y entidad no son cuantificables. Para el ser humano lo verdaderamente importante es lo que no se ve. De esto que no se ve pero que se nos impone, que se manifiesta y actúa en los más hundidos estratos de nuestro ser, se ocupa la literatura… ¿Cómo expresarlo?… Es de las contadas cosas que pueden dar sentido a la existencia. Su utilidad no es susceptible de ser transcrita en cifras ni transfigurada en beneficios tangibles que podamos atesorar en una caja fuerte. Pero quien se muestre sensible a sus hechizos la podrá experimentar en cada acto de su vida, en cada momento único e irrepetible del apremiado tránsito por las comarcas de lo ilusorio y de lo real.

La literatura, la genuina, la que no se resigna a ser tinta sobre papel, ornamento de salón o motivo de glosa erudita, la que se alimenta del espíritu de cada ser humano y se humaniza en cada acto del espíritu es, sencillamente, un hecho, un a priori vital. Está ahí. Cabe negarla o afirmarla. Ignorarla es lo único que no podemos hacer.

Y porque me empecino en no desconocerla doy en estos renglones la bienvenida a un nuevo vástago del talento creador de Gerardo Castillo Javier, su libro “Entre dragones”.

No pocas son las cualidades que exornan la prosa narrativa de tan breve cuanto suculento volumen. Cuando su autor, joven y –digámoslo en castellano paladino bisoño aún en las escaramuzas de la escritura literaria si curamos del hecho de que ésta es apenas su segunda publicación, cuando días atrás su autor, repito, me obsequiara, sonrisa en labios, un ejemplar de los relatos mencionados, lejos estaba yo de sospechar la sorpresa que el azar inconstante o el hado riguroso –nunca se sabe, diría Borges me tenían reservada. Porque no bien me aventuré –al principio casi como obligación, lo confieso por las páginas de estos dragones deleitosos, supe, halagüeño e infrecuente descubrimiento, que el autor de las historias, escenas y estampas que en ese instante leía no era, en punto a dominio verbal, hondura de pensamiento y poética visión, uno más de la anónima caterva de aspirantes a la corona codiciable de las musas.

En efecto, si algo no se presta a litigio es que en las narraciones que nos ocupan Gerardo Castillo Javier exhibe una voluntad de estilo muy de raro en raro vislumbrada en nuestro literario solar criollo, donde lo que predomina –sobre todo entre los escritores novatos es un desesperante desaseo en lo que al uso del lenguaje importa, y una acusada predisposición a lo tortuoso, mórbido y plebeyo.

De las abundantes prendas con que esta colección de cuentos gratifica al lector, por mor de la cortesía y el comedimiento sólo me impondré la feliz exigencia de comentar, a punto largo, tres que, al antojárseme fundamentales, no me resigno a preterir en las sombrías criptas del tintero.

La primera es el empleo de una palabra límpida, altiva, desnuda, de insondable sencillez y naturalidad preñada de fulgores, palabra que fascina porque no extrae su vis emocional de la forzada contorsión retórica, de la acrobacia conceptista, de una afectada búsqueda de ornato o del malsano apego a la excentricidad, la manía y el capricho, sino que deslumbra en virtud de su innegable poder de irradiación interna, de su portentosa capacidad de sugerir, de insinuar, de conducirnos suavemente, amablemente, hacia latitudes del espíritu que no solemos los atareados hombres y mujeres de esta época de compulsiones y ansiedades visitar… como cuando en el texto de temple nostálgico que lleva por título “Raíces”, con lírico pudor indaga, desde la fantasía disfrazada de recuerdo, en torno a su propio origen, en torno al momento en que fuera concebido: “Mi padre nunca quiso contármelo –la fecha es incierta y los pormenores se escurren como sombras. Quizás discurre el mes de septiembre de 1962. El fervor de los cuerpos crea un fuego que irá más allá que la incierta llama que los proyecta contra la pared. Fui un estremecimiento (tal vez y un grito), sudor, y el lejano y denso cansancio que nos abisma hasta el sueño y prefiero no ver en el rostro invernal de mi madre el dolor por el fuego y el candor del recuerdo.”.

Dificulto que la ternura filial pueda encontrar voz más acertada, de más decorosa dignidad y visionario recato, para hacer referencia al acto íntimo por antonomasia del abrazo y la carne.

El segundo ostensible atributo de la prosa narrativa de Gerardo Castillo Javier que asumí el compromiso de escoliar es el que deriva a la dimensión filosófica, insobornablemente metafísica, que en orden al pensamiento, a lo que nuestra denigrada preceptiva escolar llamaba fondo o contenido, alienta su tantas veces desconcertante fabulación.

De los hontanares del ser, del enigma de la existencia que el autor nos conmina a contemplar, sirva de ejemplo esta brevísima reflexión cuyo encabezamiento reza “¡Oh! Los espejos”: “Dios, es indiscutible, ha diseñado el universo. La gran obra, incapaz de conocer a su autor, lo inventa. En esto, la obra se asemeja al creador, y de él da testimonio.”.

¿Puede acaso la paradoja tocar a las puertas de nuestra inteligencia con más persuasivo e inexorable reclamo? ¿Puede la imagen, el simple y gastado paralelo del espejo con el ser humano, compendiar la intuición con tanto vigor y elocuente sutileza como en las líneas citadas consigue el narrador hacerlo?… Esa inusual precisión en el decir y hondura en el meditar es, si no me pago de apariencias delusivas, timbre de un escritor de excepción, de un literato de casta que sabe lo que quiere decir y, quizás, sin quererlo, dice mucho más de lo que sabe.

Pasemos a la postrera excelencia del libro de Gerardo Castillo Javier sobre la que prometí rodarían estas apuradas cuanto admirativas cavilaciones; no es otra sino el humor, una fina ironía de viso intelectual que a veces adopta el gesto familiar de la chistosa anécdota de salón, como cuando en la historia titulada “Coherencia profesional”, se burla sanamente del ceñudo profesional del alma. Oigámoslo: “Después de una ausencia larga los psicoanalistas se encuentran. Ha muerto el padre de uno; el otro, conmovido y distante:”que te sea provechoso” –le dice entre las lágrimas y la envidia.”.

Concluyo. El volumen de narraciones que estas valoraciones motivara cuenta –ningún lector sensible se verá en aprietos para verificarlo con harto más alhajas, todas de subidos quilates, que las tres que, a causa del tiempo siempre avaro, me he constreñido en glosar. Pero, más allá de los indudables atributos literarios que estas páginas ostentan, una cosa reclama ser puesta de relieve: “Entre dragones” anuncia para un porvenir que anhelamos muy próximo al escritor de fuste; a una pluma que por poco que siga empeñada en construir un universo ficticio valido de la alquimia de la palabra, sabrá distinguirse hasta el extremo que no será posible dejar de incluirla entre las más prestigiosas que el suelo de Quisqueya haya podido dar.

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