Entre el pasado y el presente

Entre el pasado y el presente

R. A. FONT BERNARD
Cinco días después de haberse juramentado como Presidente de la República, el 27 de febrero del 1963, el profesor Juan Bosch me invitó a su despacho, juntamente con su amigo de la infancia, el poeta y periodista Miguel A. Peguero hijo (Ph). La citación tuvo el propósito de invitarnos a colaborar con él en un proyecto de carácter cultural. Sería una colaboración transitoriamente honorífica, porque, como nos dijo, tenía que poner un poco de orden en el caos en que habían dejado las finanzas públicas las anteriores autoridades.

Había sido Ph. quien me había llevado a la humilde casita de la calle El Polvorín de esta ciudad, donde residía el profesor Bosch, desde su regreso al país en el mes de octubre del 1961. Desde entonces ambos, Ph. y yo, fuimos una diaria visita, que aprovechaba el profesor Bosch para actualizarse en torno a los acontecimientos de la cotidianidad nacional durante su ausencia del país desde 1937. En esos días le dije que siendo yo un adolescente le veía pasar todas las mañanas, descendiendo la cuesta de la calle Hostos cuando se dirigía a la Dirección de Estadística, donde entonces trabajaba. Le hablé, además, de mi admiración por él, desde cuando me deleitaba leyendo la página literaria del Listín Diario, en sus ediciones de los días lunes, en las que él publicaba cuentos, y ocasionalmente unos sonetos, que él no recordaba.

Un día cualquiera le llevé varios ejemplares de las revistas «Carteles» y «Bohemia», en las que él había publicado sus cuentos. Varios de ellos los corregiría para la edición de sus «Cuentos del Exilio». Me atrajo más aún hacia él sus palabras elogiosas, con las que recordó a mi padre, ya fallecido. Y le mostré el ejemplar de su novela «La Mañosa», que él le había dedicado: «Al artista de la palabra, Don A. Font Bernard, con la admiración del autor».

En su interés por reencontrarse con el pasado capitaleño de veinticinco años atrás, solía preguntarnos qué había sido de «La Colina Sacra», el santuario de la «poesía postumista», donde pontificaba como el Supremo Sacerdote el poeta Domingo Moreno Jiménez. ¿Estaba activo aún el «Club Nosotras, presidido por doña Abigaíl Mejía? ¿Ya no se reunían los noctámbulos de «La Cueva»? en el caserón colonial propiedad del poeta Enrique Henríquez? ¿Era cierto que Trujillo personalmente había asesinado a Marrero Aristy, en su despacho del Palacio Nacional? Localizamos para él, correspondiendo a su interés, las obras «El caudillismo en la República Dominicana», de Miguel Angel Monclús, y las «Cartas a Evelina», del doctor Francisco Moscoso Puello.

Ya instalados en una oficina del Palacio Nacional Ph. y yo, el presidente Bosch nos asignó la misión de reorganizar la biblioteca, ya entonces desvastada, y de elaborar resúmenes de su correspondencia particular. No tenía una noción de quienes eran las personas que se dirigían epistolarmente a él para tratarle asuntos de carácter personal. Recuerdo su interés por el texto del discurso leído por Trujillo en la XIII Conferencia Panamericana de la Salud, manifestando su admiración por el autor de esa pieza oratoria antológica, Manuel A. Peña Batlle. ¿Cómo explicar -nos dijo-, que Peña Batlle se integrase a colaborar con Trujillo? Le recordó como uno de los líderes juveniles de la campaña nacionalista contra la ocupación del país por la Infantería de Marina de los Estados Unidos, en 1916.

A partir del mes de junio, Ph., quien en la intimidad solía dirigirse a él de manera familiar, comenzó a preocuparse –y tal, como me lo dijo–, por ciertas actitudes del Presidente, en las que se manifestaba, tal vez desorientado, o quizás arrepentido de haber asumido el ejercicio del poder. Para entonces, circulaban comentarios nada favorables, relativos a la moralidad de algunos de los funcionarios gubernamentales.

En su magnifico trabajo de investigación titulado «El Golpe», el periodista Miguel Guerrero reproduce un episodio conforme al cual, en el mes de abril, el presidente visitó el campamento del batallón blindado de la base de San Isidro y había sido irrespetado por un joven oficial que le había reprochado su propuesta para que se vendieran los tanques de guerra y se compraran barcos de pesca.

Es un incidente desconocido por mí, que sí puedo testimoniar que el 18 de agosto el Presidente visitó ese campamento con la sola compañía de Ph., y yo en lo civil, y el coronel Julio Calderón en lo militar. En esa ocasión el Presidente se reunió con los clases y soldados del recinto militar, ante quienes comenzó a disertar –clases y rasos cansados o indiferentes–, acerca de las ideas pedagógicas de don Eugenio María de Hostos. Se excusó cuando fue invitado para que compartiese con la oficialidad, en el área del club social. Al regresar a la ciudad, Ph., veinte años mayor en edad que yo, me manifestó su preocupación por la futura gobernabilidad del país.

Ph. y yo estuvimos presentes en nuestra oficina, mientras los militares golpistas aislaron al Presidente en el tercer piso. Los ascensores habían sido desactivados.

No lo volví a ver hasta varios años después, cuando le visitaba todas las mañanas, en su residencia de la César Nicolás Penson. Allí, yo en el desempeño de elevadas funciones políticas, conversaba con él, con la sola presencia del señor Domingo Mariotti, en torno a asuntos investidos de la más absoluta confidencialidad. Era el intermediario entre él y el doctor Balaguer, ha informado, que revelará algunas de esas confidencias en unas Memorias próximas a publicar.

De mi parte, puedo revelar que conversando en una ocasión, en torno a la Guerra Hispano-Americana, y a la generación española del 98, me preguntó inesperadamente si yo conocía a un joven, calificado por él como muy talentoso, llamado Leonel Fernández. No lo conocía, y él encomendó a Mariotti para que lo acercase a mí. Por motivo que ignoro, no fue posible ese acercamiento, precisamente cuando el licenciado Polibio Díaz y yo trabajábamos para el reconocimiento legal del PCD, con la finalidad de atraerlo como referente de apoyo para las leyes agrarias del 1973.

Para la época de mis relaciones iniciales con el profesor Bosch, en 1963, el actual Presidente de la República, doctor Leonel Fernández, era un niño, posiblemente alumno de una escuela primaria en la ciudad de Nueva York. En la actualidad es el presidente de la República y el obligado guardián del legado político del líder y fundador del PLD. En su discurso de juramentación, el 27 de febrero de 1963, Bosch, en un ejercicio magistral, declaró que «un buen gobernante democrático debe tener oídos abiertos para oír la verdad, ojos activos para ver lo mal hecho antes de que se realice, mente vigilante para que nadie ponga en peligro la libertad de cada ciudadano, y un corazón libre de odio, dedicado día y noche solo al servicio del pueblo».

En este su segundo ejercicio presidencial, el doctor Leonel Fernández no tiene frente a sí las perturbaciones de la guerra fría, la animadversión de unos curas encapsulados en el medioevo, ni un sindicalismo monolíticamente unificado, como guerrilla de la oposición política. Pero no debe desentenderse de que es un solitario del poder, y de que en torno a esa soledad merodean insomnes los intereses creados. «Gobernar es velar», sentenció en el Siglo de Oro Español don Francisco de Quevedo y Villegas.

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