Entre el profesor Bosch y José Martí

Entre el profesor Bosch y José Martí

R. A. FONT BERNARD
Eramos una diaria visita vespertina, a la humilde casita construida con maderas, en la calle El Polvorín, donde residía temporalmente, el profesor Juan Bosch, tras su retorno al país. Había permanecido veinticuatro años en un autoexilio, en el que mantuvo una activa oposición a la dictadura de Trujillo. Eran los días en los que comenzaba a recibir adhesiones del interior del país, pero reservaba parte del tiempo dedicado a la actividad política, para conversar en privado con nosotros, y con su amigo de la infancia vegana, el poeta y periodista M.A. Peguero, hijo.

Nuestras conversaciones estaban centradas principalmente, en su interés por confirmar noticias, de las que solo tenía vagas referencias, durante el tiempo que residió en el exterior. ¿Cómo se produjo la trágica muerte de Marrero Aristy? ¿Vivía aún el licenciado Heriberto Núñez, con quien compartió varios meses en la cárcel de Nigua? ¿Cuándo fue descontinuada la «peña» de La Cueva? ¿A qué se dedicaban en la actualidad los narradores José Rijo y Néstor Caro? ¿Vivía aún, la novelista Amelia Francasi? Deseaba que le localizásemos al poeta Manuel Llanes, y al doctor Juan Valerio, éste un supuesto astrólogo graduado en París. En una ocasión le preguntamos si recordaba su página literaria titulada «Este Octubre», publicada en el Listín Diario el año 1937, no la recordaba. Y disfrutó lo indecible, cuando le presentamos el ejemplar de la primera edición de «La Mañosa», dedicada a nuestro padre, calificándole generosamente como «un artista de la palabra».

Tras su juramentación como jefe del Estado, el 27 de febrero de 1963, nos invistió con la designación de «asistente personal del Presidente de la República», un empleo honorífico, debido a la situación conflictivo en la que asumía el poder, según nos dijo. Nos asignó la misión de recibir en su representación, a los jóvenes intelectuales, principalmente provincianos, interesados en conocerle, e indagar de estos si tenían obras literarias que deseaban publicar.

En una mañana dominical, conversamos en su Despacho del Palacio Nacional, en torno a la guerra de la independencia cubana del 1895, y nos sorprendió con su observación, luego compartida por nosotros, de que «lo mejor que le pudo pasar a José Martí, fue su muerte prematura en Dos Ríos». De haber sobrevivido – nos dijo- a la última guerra de independencia, librada en el continente americano, Martí hubiese sido el primer Presidente de Cuba, y le hubiese correspondido a él, y no a Don Tomás Estrada Palma, cargar con la ignominia que significó para Cuba, la Emienda Platt, impuesta por la política expansionista de los Estados Unidos, en la ejecución del Destino Manifiesto. La base militar de Guantánamo, es en la actualidad, un quiste histórico, remanente de aquella imposición.

Martí había previsto su muerte en el campo de batalla. «Mi último deseo sería, pegarme allí, al último tronco, al último peleador, morir callado. Para mi ya es hora», había escrito en la conmovedora carta enviada a Don Federico Henríquez y Carvajal, cuando se disponía a partir desde Montecristi, «para encarar la muerte en la tierra o en el mar», como consignó en la prealudida carta. Esto lo ratificó el profesor Bosch, en su obra titulada «Cuba, la isla fascinante», en la que señaló que «Martí era un convencido de su propia inmolación».

«Yo evoqué -la guerra escribió el Apóstol -en su carta a Don Federico- mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mi la patria no será nunca triunfo, sino agonía y deber». Precisa puntualizar, que con esa declaración, el «deber» preconizado por Martí, no solo se contraía a la libertad de Cuba, sino además, a evitar como lo expuso en una carta inconclusa, dirigida a su amigo mexicano Manuel Mercado «con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos, y caigan con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América». El clarividente que fue Martí, previó el año 1895, la actitud intervencionista protagonizada por «el Norte revuelto y brutal», contra los pueblos del sur, en los primeros decenios del siglo XX.

Martí fue un pensador político, no un declamador. Y para él, la guerra de independencia de Cuba, estaba vinculada con la independencia de las demás naciones latinoamericanas. Esa guerra -según lo proclamó, «no será el desorden ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba», sino «la guerra sana y vigorosa llevada a cabo, no contra el español bueno», sino «contra la monarquía podrida y aldeana de España, y su miseria inerte y viciosa».

La pasión por la libertad de Cuba, alcanzó en Martí exaltaciones místicas, lo que corrobora la tesis de la «inmolación», a la que hubo de referirse el profesor Bosch. Martí fue el delicado jardinero de la rosa blanca, y la violencia irreflexiva, no fue nunca huésped de su corazón.

Como se sabe, el profesor Bosch combatió en su voluntario exilio, el régimen dictatorial de Trujillo, por lo que es acreedor, al reconocimiento del pueblo dominicano, al margen de la simpatía o las antipatías, políticas o personales. Pero no fue él, el revolucionario que hubiese querido ser, ni en nuestro país, existían durante la época de su protagonismo, las condiciones para escenificar la revolución que él hubiese querido liderear. Un verdadero estratega y táctico político, no se deja seducir por la imaginación, y en él, el narrador dotado de una exuberante imaginación, la imaginación constituyó el fracaso de su protagonismo, en la eventual ocurrencia de una revolución. Las revoluciones, conforme lo confirma la historia, son hechos y no palabras.

Años después, ya derrocado por una siniestra confabulación de intereses nacionales e internacionales, nos reuníamos con él en horas de la mañana, en su apartamento de la calle César Nicolás Penson. Y mientras conversábamos en torno a la generación literaria cubana del 1927, a los episodios de la lucha estudiantil contra la dictadura del general Gerardo Machado, al asesinato del líder Julio Antonio Mella, a la novelística del venezolano Francisco Herrera Luque, y en particular a su obra cumbre, la titulada «Boves el Urogallo», nosotros ocasionalmente memorizábamos nuestras anteriores conversaciones sobre la muerte de José Martí, relacionándola con su derrocamiento. Le habíamos acompañado, a instancia de él, en un almuerzo que le fué ofrecido por la oficialidad del CEFA, y allí nos percatamos de que mientras disertaba acerca de las ideas pedagógicas de Don Eugenio María de Hostos, la barbarie post trujillista, se mofaba de su desertación, y aguardaba la oportunidad para derrocarle.

Como el José Martí del 1895, el profesor Bosch se autoeliminó, acaso subconcientemente, ante la eventualidad de que las circunstancias sociales y económicas de su etapa presidencial, pudiesen deteriorar significativamente su imagen política. Acaso ignoró, que la voluntad de un país, no responde tan solo al poder electoral, ni al de una determinada institución. Que hay poderes de poderes: un poder económico, un poder moral, un poder religioso, el poder político y sobre todo los poderes tradicionales. Y que la desestimación de cualquiera de ellos, puede romper el equilibrio.

El profesor Bosch del 1963, no recordaba lo que acerca de uno de los prohombres de la Segunda República Española, don Manuel Azaña, escribió su coetáneo don Miguel Maura: «Azaña es un hombre que tiene en común, las cualidades innatas que le adornan, y los defectos incorregibles que le aquejan, pero que en punto a carácter, ninguna relación guardan entre sí».

El profesor Bosch fue un irrepetible hombre público, capaz de morir de pie por sus ideales, como los árboles. El como José Martí, sembró árboles, de cuyos frutos no pudo beneficiarse.

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