Entre Joan Miró y Sacha Tebó o El Ovillo de Ariagna en La Epifanía

Entre Joan Miró y Sacha Tebó o El Ovillo de Ariagna en La Epifanía

La vida y el tiempo disponen, los seres humanos hacen la obra. Los cruces de líneas y miradas plasmadas, las coincidencias en los muros, la presencia viva en las paredes parece un largo y viejo conjuro.

Miró mediterráneo. Tebó tropical. Miró exiliado y añorante. Tebó silencioso y reflexivo, pero añorante en los escasos kilómetros de media isla a media isla.
Los dos insulares, colmados de historias y de piratas, un mar más oscuro, el de Miró, otro mar más claro, el de Tebó.

Y así fueron por la vida, uno más edad, el otro más joven con un gran conocimiento de Joan Miró y su obra, conversación que no puedo olvidar a raíz de un artículo que escribí para el desaparecido periódico El Siglo, sobre el carácter onírico y parvulario de la obra de Joan Miró, sus trazos y sus enredos con la conciencia infantil.

Sacha Tebó me advertiría, con sabia maestría, sobre el retozo geométrico de aquella obra, su libertad y sus rupturas en las superficies de los planos, eran básicas.
Entonces, ¿Ha sido el encuentro casual en espacio y tiempo?…

Cada quien en su elemento construye un gran jardín para las pupilas, si Sacha Tebó se aferra a sus colores y trazos al imaginario conocido de la insularidad elevada con visión de universalidad artística, Joan Miró hace el despliegue de la monumentalidad de una obra celebrada en el mundo entero e irreversible en relación con su compromiso antes que nada como artista nacido en Palma de Mallorca y su visión desde el extranjero de aquella España imposible y franquista.

Queda claro, no se trata de comparar obras, pero sí se trata de hacer entender que cada obra en su historia entona las paredes, a partir de un lenguaje propio de dos artistas brillantes, inteligentes y de sobrado talento.

Si la imaginación se expresa por tonos, en cada obra encontraremos el tono característico, además: no hay cosa más delicada, cuando hay un criterio que respeta la estética, que afrontar obras y trayectorias, en el intento el fracaso puede ser miope sin mala fe alguna.

En cambio, en este bello encuentro entre Joan Miró y Sacha Tebó todo está en su sitio para dejar un registro de posteridad que indudablemente valoriza la obra de Sacha Tebó, en la certeza ya conocida de su fuerte presencia, factura policromática y la trascendencia de su labor pensada.

Se hubiera dado el caso de que factores evidentes de equilibrio estético, rasgos visuales opuestos, temáticas encontradas, hondos conflictos de armonía, hubieran impedido esta doble presencia de inmenso deleite en el pictórico encuentro.

Como cultivador de la obra de Sacha Tebó, de su belleza y ternura, me temo que descubro el filamento de esta doble armonía: entre las obras Miró-Tebó hay un puente soñado en el aire, como en los trapecios de sombras, la mano de la ilusión en lo insondable acoge a la otra mano en el aire y cada impulso humano, antes que llegar al suelo acude a su lienzo con su misión en cada espacio, en uno y en otro.

Se ha rumorado que entre línea Tebó o ilustre garabato Mirosiano, en las noches hacen diálogo de tiempo y luz, de la vida ida y los arrugados materiales de sueños, al alba recogen sus cuitas y se preparan para el público.

La pintura es una memoria demoníaca, adivina cosas y tiempos, aparenta fija y mientras pensamos que miramos, con sus vidas insivibles, nos miran a nosotros con detalles insólitos, siempre habrá entre público y pintura, una apuesta de miradas incontenibles, paradigma de antaño al que no podemos dejar de sucumbir: eso sucede con esta exposición de Sacha Tebó y Joan Miró.

Al final, niños los dos, en aquel juego de lienzos insuperables con personalidades propias, hay un hilo parvulario que los enreda, por primera vez el ovillo de Ariagna trasciende la intriga y el misterio y en lo remoto del tiempo acerca a Sacha Tebó y a Joan Miró: la epifanía se había producido. (CFE)

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