Entre la admiración y la compasión

Entre la admiración y la compasión

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Convivir con escritores no es una tarea cómoda. Algunos de ellos son personas hipersensibles, quisquillosas, con tendencia a ofenderse por pequeñeces. Cualquier asunto de apariencia insignificante puede «desatar una tormenta» en ciertos escritores de nervios «delicados». La capacidad de percepción de un escritor, como es obvio, está relacionada con esas formas ingratas de hiperestesia.

Las magnificas facultades que permiten al escritor observar y comprender asuntos obscuros y complejos, para disfrute de los lectores de cualquier tiempo, son las mismas que pueden convertirle en un sujeto «intratable».

Para bien y para mal, los escritores han de vivir acompañados de manías, angustias, sobresaltos. Es esa su miseria y su grandeza. Nunca logran exorcizar del todo los fantasmas que los rondan de continuo, en el sueño, en la vigilia, en el ocio y en el trabajo. Solo escribir los libra temporalmente del acoso de esa tropa de pequeños demonios interiores. Es posible que la primera victima de su mala bilis sea el propio escritor. Son muchos los que sufren lo indecible cuando están en soledad y también padecen, igual o más, si están en compañía. Por eso recurren a retorcidos expedientes psíquicos para huir de sí mismos.

No podemos decir que en materia de escritores «no hay nada escrito», pues la verdad es que se ha escrito muchísimo. Psicólogos, críticos literarios, biógrafos, han realizado toda clase de análisis sobre este o aquel escritor. Pero no han agotado el tema: en materia de escritores no todo está dicho. Es cierto que hay escritores que escapan de la realidad por el camino de las drogas, la promiscuidad sexual o la turbulencia perpetua. Pero aun los escritores mas inclinados a la bohemia son capaces de captar la realidad entera, en todos sus matices, y presentárnosla con tanta belleza como verdad. Existen escritores llenos de rencor y escritores llenos de bondad. En lo que respecta al género escritor la variedad de «pelajes psicológicos» es tan amplia que, incluso, los hay «normales»: Tipos con la costumbre de escribir de tal hora a tal hora, que leen periódicos, asisten al teatro, ven películas de vaqueros, salen con sus hijos a pasear, miran la televisión con sus esposas. Esta clase de escritores no siente necesidad de «amanecer en la calle», ni de visitar el Greenwich Village, en Washington Square. Si van a Nueva York, tal vez prefieran ir a la tienda Macy’s a comprar una corbata, o sentarse en un restaurante italiano a comer una simple pasta común y corriente.

En últimas cuentas, nadie es responsable de la «plataforma mental» que trae al nacer. ¿Quién puede conocer los recovecos genéticos que esconde el cerebro humano? Son misteriosos los impulsos eléctricos –quizás magnéticos – que dan lugar a una pequeña idea, a un poema, a una visión intelectual abarcadora. Un escritor «normal» produce una sorpresa igual a la que produce el escritor «loco» o atronado. La gente dice, en el primer caso: «Como es posible que este hombre tan ordinario sea el autor de estos textos maravillosos». En el segundo caso, exclaman: «No parece un hombre cuerdo y, sin embargo, lean los libros que produce». De algunos escritores se podría dictaminar: las obras escritas son superiores a las personas que las producen.

No obstante, es preciso añadir que a los escritores los tienen constantemente bajo la lupa. Los examinan con un microscopio. Esto se debe a que los propios escritores hacen «confesiones», como es el caso de San Agustín. A menudo «dan testimonio» de su participación en una guerra, en un suceso confuso, conflictivo o muy sonado. San Lucas, no conforme con escribir un Evangelio sobre la vida de Jesús, redactó un reportaje titulado: Los hechos de los apóstoles. Hay escritores que afirman haber estado presentes en la batalla de Waterloo, el combate que marcó el fin del predominio de Napoleón sobre Europa. El romanticismo literario expandió aun más las técnicas del strip-tease. Escritores hubo, a fines del siglo XIX y en la primera mitad del XX, a los que seria justo llamarles «exhibicionistas»… en una modalidad no estrictamente sexual. Ahora bien, en cualquier barra de cualquier taberna de cualquier ciudad, usted puede topar con gentes berrinchosas y complicadas, con manías extravagantes, que no son escritores. Por no ser escritores nadie se ocupa de rastrear dentro de sus telarañas subconscientes. Y pueden ser vanidosos, chismosos y exhibicionistas, sin escribir poemas, novelas o ensayos. En realidad, la mayor parte de las manías de los escritores no son «manías de escritor», exclusivas del oficio literario, son debilidades inherentes al género humano. Claro, más visibles en los escritores y artistas, puesto que viven, en alguna medida, «abiertos al publico», en actitud teatral.

Los escritores hacen esfuerzos enormes para alcanzar fines siempre mal remunerados y peor comprendidos. A veces prestan servicios a la sociedad cuyos efectos se prolongan durante siglos. Generalmente mueren pobres y al pasar balance a sus vidas, queda en claro que han hecho mucho ruido y poco daño. El viejo John Steinbeck, el autor de Al este del paraíso, un genio de California, dijo estas palabras sacramentales: «La disciplina de la palabra escrita sanciona tanto la estupidez como la deshonestidad». También dijo que el pensamiento es «una especie de estupor». Explicó a un amigo muy querido la tristeza de los escritores, a la que llamó «pequeña muerte». Cuando el escritor escribe la última palabra cree que ha terminado; pero «la historia continúa dejando al escritor atrás, puesto que ninguna historia termina jamás». Por ultimo, John Steinbeck reveló que «una de las características» de la profesión de escritor «consiste en que siempre se fracasa si el escritor es bueno». Por todo ello, tal vez merezcan, juntamente, la admiración y la compasión.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas