Vale la pena leerse a Antonio Gala, teatrista, poeta, escritor y filósofo español de buena cepa. Se gana mucho y no se pierde nada para quien quiera penetrar en un pensamiento lucido, reflexivo, que nos conduce a conocer un poco mejor la condición humana y este enredado y conflictivo mundo en que vivimos, marcado por el individualismo, el egoísmo, el consumismo, la pobreza aah! también la búsqueda desesperada de la fama, del engañoso encuentro con el éxito y la fortuna.
Releo “En la Cresta de la Ola” (“La Soledad Sonora”) y trascribo parte de su primer párrafo que ilustra el tema escogido: “Creo que no ha existido nunca un cajón de sastre en que se acumule, sin discriminación alguna, tal batiburrillo de personas como el apartadijo que hoy se denomina los famosos. Da igual, para ser incluido en él, un Premio Nobel de lo que sea, una ramera afortunada, un ladrón internacional, que una presentadora de televisión, un político que un mal cantante de boleros, una esposa engañada que un banquero de moda. Lo que cuenta es el eco que su nombre alcance, generalmente por la manipulación en propio beneficio de los mismos medios que lo difunden. Y no hablo ya de los famosos ilícitos, sino de los lícitos, tenga o no su fama una más o menos comprensible justificación.”
El autor no se queda en el enunciado. Cita nombres de personas famosas procedentes de esa ralea bien conocida en nuestro medio, y define su condición: “la altura y la precariedad simultáneas de quien sube como espuma, impulsado por una fuerza ajena, brilla un instante y después se desploma.” En nuestra sociedad, señala, se da al éxito una esencial trascendencia que no tiene, identificándosele con la realización, el dinero o la felicidad. Schopenhauer, citado por Gala, ilustra: “Para nuestra felicidad importa más nuestra real situación personal que lo que lo demás piensen de nosotros.”
Y viene el caso de Samuel Sosa, y su exclusión en Cooperstown. Gozó de buena fama, lisonjera, voluble y vanidosa que, cual tal, se desvanece. Pero también de la gloria, que perdura. Que no necesita del favor de otros para elevarse entre los mortales. Que no ha de importarle que una sociedad hipócrita, permeada por la mentira y sus grandes vicios se constituya en juez universal cual si fuera modelo de moralidad, de democracia y de decencia, para excluir y negar conforme su conveniencia. La gloria de Samuel Sosa, solo a él pertenece. Sus inigualables hazañas, que hizo posible levantar el béisbol de Grandes Ligas en momento de crisis, sobrepasan, con mucho, lo que para mí fue lo criticable: Su afán de ser famoso, de empeñar su identidad y su procedencia. Pretendiendo pasar por blanco en un país racista; en un país que hace tiempo abjuró de la libertad para someter y gobernar por el temor y el miedo, inventando enemigos. Sosa es castigado por ser negro, por ser latino, por querer ser famoso y agradar a una sociedad hipócrita que no lo acepta. Había que humillarlo. Pero su gloria deportiva perdurará. Nadie podrá rebatársela.