Entre la genética y la misteriosa mente

Entre la genética y la misteriosa mente

   Por supuesto que los primeros años de la vida de un humano constituyen el indiscutible fundamento de su trayectoria vital, pero ¿hasta qué punto estamos amarrados al punto de inicio?

     Existe la herencia genética, por supuesto, pero se trata de un entramado  de preferencias, fuerzas o debilidades, virtudes o defectos. En fin, de tendencias que pueden ser transformadas con propósitos de mejoramiento. U obedecidas irresponsablemente, siguiendo las sugerencias malignas que primero brotan “por herencia”.

   Me causaba cierta repulsión un lejano primo –por línea materna– que justificaba su vida desordenada argumentando que había sacado los defectos familiares: decía ser mujeriego como lo era el tío Byron, el famoso poeta; era escrupuloso en la contabilidad como su abuelo –cuya bella caligrafía conservaba– jugador empedernido como otro pariente, y agradable en el trato como sus antepasados Pellerano.

   Echarle a la herencia la culpa de nuestros defectos parece resultar muy cómodo para algunos. A mí me fastidia tal  irresponsabilidad. Mis defectos son míos.

   No pretendo restarle importancia y validez a la genética, pero es claro que cada ser humano trae “su equipaje” intelectual, emocional y perceptivo. Cada mente es un universo.

   Hace dos mil años el estadista y filósofo romano Lucio Anneus Séneca declaraba: “El hombre es un animal que piensa”. Ahora, todavía, los psicólogos desconocen ¿“qué es pensar”? y se comprueba que, sea lo que sea, es un inductor de actitudes, de acciones muy variables conforme a quien piensa.     Ahora bien, el pensar envuelve graves peligros de error, porque pensamos de acuerdo con el conjunto de nuestras experiencias y conclusiones, que pueden ser erradas, sin que cuente el nivel de inteligencia.    He conocido personas brillantes, de gran inteligencia y recursos para obtener altos triunfos y me he asombrado de la manera en que la mente les pone trampas y les hace juegos sucios que conducen al fracaso y al ridículo.

   El poderoso, el famoso, es fácil presa de los venenos de la adulación en todos los terrenos. Para dejar claro que no me estoy refiriendo solo a áreas políticas mencionaré que, en una de las más afamadas salas de concierto de Europa, presencié con gran pena –en distintos momentos y fechas– la desastrosa presentación de dos grandiosos instrumentistas, ya vencidos por la edad, con un temblorcillo en las manos, dominados por la nerviosidad que afectaba hasta la memoria, aunque se trataba de obras que habían interpretado magistralmente miles de veces ante los públicos más exigentes del mundo.

   Los elogios que en otro tiempo habían merecido hasta alcanzar la adoración, los impulsaron a saltar por encima de sus inseguridades actuales, creer que todavía podían.

   Pensaron mal. Decidieron mal.

   Esto puede ocurrir a cualquier altura. Hay que cuidarse del elogio desmesurado. Conocer la desmesura y desenmascararla.

   Realmente vemos lo que queremos ver. Se han realizado muchos experimentos psicológicos que sobradamente lo demuestran. John Rowan Wilson, cirujano  y respetado autor de temas científicos, presenta algunos ejemplos en su libro “La mente”, con una introducción de W. R. Hess, de la Universidad de Zurich, Premio Nobel de Medicina, 1949.

   Por supuesto que recomiendo ejercitar el pensamiento, trabajar la mente.

   Pero con prudencia para dirigirlo bien.

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