Entre la indignación y la náusea

Entre la indignación y la náusea

La pregunta obligada, inevitable, golpeante como un mazo de hierro al rojo vivo es: ¿cuánto costó? Suponemos, internándonos en una lógica delincuencial, que la aprobación congresional de la mutilación de las Areas Protegidas -en primera lectura, con una interna fruición y frotamiento de manos- debió costarnos a los dominicanos mucho menos dinero que la reforma permisiva de la reelección presidencial.

De todos modos, muchísimo dinero ajeno, porque en los negocios monumentales siempre anda metido el Gobierno, disponiendo a su terrible parecer de los recursos del Estado -que lo integramos nosotros, los que pagamos impuestos y cavamos un agujero en las carencias para enterrarnos en la impotencia.

¿Qué se puede hacer cuando el Estado es el gigantesco corruptor y desorganizador?

El daño que hacen los congresistas con esas actitudes, no se limita al mal directo que ocasiona su forma de actuar, llega mucho más lejos, porque uno se pregunta ¿por qué pagamos, y con desbordante esplendidez, a todos esos personajes que están supuestos a representarnos, a defender el bien de la Nación, y sólo se interesan y ocupan en negociar beneficios personales?

¿Cómo se presentan en promociones televisivas, afirmando que defienden los intereses de la nación? Y los vemos, sonrientes -cómo no- y felices, engalanados de una honestidad inexistente, menos que fantasmal.

Estamos entre la indignación y la náusea.

Lo peor es la inmensa y tremenda duda que sus acciones proyectan sobre el sistema.

¿Alguna vez fue mejor nuestro Congreso? ¿Algunas veces? Parece que sí. Hubo hombres decentes, que aunque no siempre lograban imponer su buen sentido patriótico, por lo menos defendían causas nobles y, aunque las pasiones políticas y la incultura cívica los llevaran a exacerbados errores, no se percibe que el dolo, la venta del voto, fuese algo común, como lo es ahora. Los pecados congresionales consistían en la desidia y el chismorreo.

A mediados de los años treinta del pasado siglo, mi padre, Bienvenido Gimbernard, fue sorpresivamente nombrado diputado por el Generalísimo. Aceptó, aunque no acató la práctica de firmar la renuncia al momento de ser nombrado, como era usual en testimonio de «lealtad al Partido del Jefe».

Jesús de Galíndez, el notable profesor español (Alava, 1915 -Ciudad Trujillo, 1956), asesinado por su obra «La Era de Trujillo; un estudio casuístico de dictadura hispanoamericana», posteriormente publicada por Editorial Atlántico, Buenos Aires, 1958, profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York, ciudad de la cual fue raptado para asesinarlo en la capital dominicana, narra en sus páginas que mi padre, en la solemne sesión congresional del 16 de mayo de 1939, dejó atónita la Cámara cuando presentó renuncia de su posición, que calificaba de «borreguil». Galíndez transcribe textualmente el discurso de mi padre, del cual sólo citaré el final: «Sólo deseo que mi sustituto en este cargo se dé cuenta de que la República… créanlo algunos o no lo crean…paga demasiado bien las funciones de los legisladores de la República».

Por supuesto, no le aceptaron la renuncia hasta que el Generalísimo no fue enterado del inusitado acto. Entonces Trujillo le ofreció una senaduría y él dijo, desconcertantemente, que aceptaría ser Senador por un día, «porque de repente le habían entrada ganas de haber sido Senador». Trujillo rió y dijo: «Dejen a ese hombre quieto».

Naturalmente que en una dictadura el Congreso debía aprobarlo todo sin tomar en cuenta conveniencia o inconveniencia de la nueva Ley, pero es que antes, era famosa la apatía de los legisladores que, adormecidos por las altas temperaturas tropicales, levantaban las manos, musitando: «Corroboro».

A aquellos legisladores no les importaba el país. Menos aún la región que representaban.

Eran irresponsables. Pero no se vendían. Por lo menos no con el descaro de los actuales «representantes del pueblo».

Si habla usted con gente común, recibe su opinión, fundamentada, de que el Congreso es una institución vendida. Si hay suficientes millones, se aprueba cualquier cosa, por dañina que sea.

¿Qué vamos a hacer…o qué debemos hacer con estos negociantes de la política?

Anular el Congreso es peor.

Lo sensato es buscar la decencia, el pudor, el pundonor.

Y esperar el momento en que tal cosa sea posible.

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