Por moverse más a impulsos de pasiones que a instigamientos del intelecto y el pensamiento ponderado y cauto, resulta que el humano no es tan racional como pretende ser.
Tan lejos estamos hoy de la verdad primera como cualquier buen pensador de ayer o de anteayer. El horizonte se mueve hacia atrás a medida que caminamos.
La perplejitud que produce la percepción de que hay cosas que están muy por encima de nuestra capacidad de entendimiento, unas veces nos lleva al reconocimiento de Dios y otras veces a una arrogante auto-investidura de hondas sapiencias supuestamente capaces de explicarlo todo con unas cuantas fórmulas y diagramas.
Detrás de todas las teorías escépticas y materialistas que se remontan ordenadamente hasta Demócrito, el atomista griego, funciona como indetenible motor el ansia de saber, la compulsión por sacudirse de encima esas desagradables hojas húmedas de incógnitas que, desprendidas del árbol de la vida, se pegan a uno, empujadas por un viento fuerte que uno no sabe de dónde salió.
Para algunos aparenta ser más cómodo el descreimiento, la negación de los valores espirituales y el apegamiento a los peores aspectos de lo que ha hecho el humano con la vida, creando complicación e injusticia.
No cabe duda. La vida la hemos ido embrollando, dificultando, entorpeciendo y enzarzando. Vivir se ha dificultado cada vez más. Parecería que estamos irremediablemente montados en un carrusel de insensateces, porque ¿no es absurdo estar sometido a persistentes presiones de trabajo para conseguir un dinero con el cual poder comprar cosas que no podremos disfrutar porque no disponemos de tiempo ni de paz interior? La vertiginosidad que nos devora como una molécula maligna, ha borrado o empañado las escasas líneas claras que alguna vez tuvimos.
Cierto eminente psiquiatra norteamericano –no recuerdo el nombre ahora– narraba en la revista “Newsweek” que sus pacientes, que en otro tiempo se quejaban de males perfectamente definibles por ellos, eran hoy incapaces de hacerlo. Sólo podían relatar lo infelices y tristes que se sentían.
Se trata de un encadenamiento a un mecanismo de vida, al cual no se le encuentra razón ni objeto y no es posible salirse del mecanismo porque no podemos decir “paren el mundo, que me quiero apear” (“Stop de World. I want to get out”, que es la frase original).
Con la desaparición de los valores espirituales desaparece todo lo auténticamente grato, todo lo que dulcifica e ilumina el alma. Esperemos, mientras ayudamos del mejor modo posible de acuerdo a nuestras fuerzas, a que el proceso de ascenso, de levantamiento y auge de los valores del espíritu, no tarde tanto que el humano llegue a enterrarse irremediablemente en el caos del antivalor.
¿Estaremos amarrados a aquella fábula francesa del lobo y el cordero donde se establece que “la razón del más fuerte es siempre la mejor”?
La justicia, la compasión por el más débil, la equidad, no mejoran.
Reinan los intereses y se fortalece el desinterés por el sufriente.
El panorama mundial es preocupante.