Si hemos decidido “hacer justicia” por nosotros mismos, al margen de la justicia, estamos mal. Si justificamos un linchamiento o una ejecución estamos mal. Si la excusa es que el Poder Judicial es ineficiente no es excusa. Porque si matamos para liberarnos de un ladrón o de un asesino nos convertimos en asesinos igual que cualquier delincuente. Lo que es peor: justificamos el asesinato.

En un país donde legalmente no existe la pena de muerte la estamos haciendo ya costumbre, pero sin juicio, sin presunción de inocencia, sin derecho a defensa. Un camino hacia la prehistoria en vez de la modernidad y por supuesto un camino lejos del desarrollo.

Lo peor de todo es que nos llamamos Cristianos y que para todo invocamos el Poder de Dios o de su Santísima Madre. Así es. ¿No será que somos fariseos?

Cuando una sociedad no tiene claro un decálogo moral y no hace uso de las leyes para desarrollarse, tienen que revisarse desde los que tienen la autoridad y no la ejercen o la ejercen mal hasta los que deben cumplirla y no la cumplen.

El derecho a la vida no tiene edad, nacionalidad, raza, ni status quo. Es un derecho del individuo desde que se engendra. Muchos se hacen de la vista gorda y lo condicionan. Pero esos también un día morirán y en ese instante estarán igual que el otro, “en manos de Dios”.

En los linchamientos participan niños como actores de la misma manera que son ejecutados o linchados. Jóvenes que nunca conocieron el camino del bien pero posiblemente porque nadie se detuvo a enseñarles.

Con tanto esfuerzo en conseguir dinero para presupuestos millonarios de reformas institucionales y judiciales, ¿no sería conveniente, más que dinero, aunar voluntades para cambiar nuestra visión? Y no esperemos que lo haga el Gobierno o la Iglesia, hagámoslo cada uno.

Revisémonos. Cambiemos. Valoremos nuestra función ciudadana.

Digamos NO a los linchamientos. NO a las ejecuciones. Luchemos por la implantación de una verdadera justicia.