Entre los beneficios y los perjuicios

Entre los beneficios y los perjuicios

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Fue verdaderamente desconcertante. Este empresario astuto y triunfador, cuyas generosidades sabe envolver en discreto pudor, me dijo una frase que ajusta perfectamente con uno de los Ensayos de Michel de Montaigne (1533-1592). Se trata del Ensayo número veintiuno, titulado: «Que el beneficio de un hombre es el perjuicio de otro».

Montaigne puntualiza que el comerciante progresa y se enriquece por la actitud licenciosa de la juventud, el granjero por la escasez de grano, el arquitecto por la ruina de los edificios, los abogados y oficiales de justicia por las disputas de los hombres y hasta los asuntos de honor y divinidad tienen que ver con la muerte y los vicios». A cierto empresario de funerales y enterramientos le escuché confesar que aunque él no le deseaba la muerte a nadie, naturalmente le interesaba que su negocio progresara. Así pues tenemos que «el beneficio de uno es el perjuicio de otro». ¡Qué pena!

¿Y tiene necesariamente que ser así?

Una nota de la Agencia EFE, fechada 15 de julio 2007 en Sao Paulo, Brasil, revela que unos ciento treinta mil brasileños (país con cerca de 175 millones de habitantes y un área de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados) tienen inversiones de por lo menos un millón de dólares cada uno en el exterior o en Brasil, sumando un total de unos ciento setentaitres mil millones de dólares estadounidenses, que constituye más de la mitad del PIB (Producto Interno Bruto) del país. Se le considera una de las naciones con mayor nivel de desigualdad social.

Pero en toda esta Latinoamérica nuestra se ha anchado el abismo que separa los ricos ahítos de oro de los pobres que carecen de todo, hasta de lo más elemental, y si no menciono otras regiones «subdesarrolladas» o «en vías de desarrollo» es porque sus circunstancias son diferentes (y recordemos a Ortega con esto de las circunstancias).

Tratemos acerca de nosotros.

Aquí, la pobreza y el abandono de España cuando aparecieron las deslumbrantes riquezas de Tierra Firme, acercó las clases sociales. Cuando Francis Drake y sus corsarios terribles, desembarcados desde diecisiete naves, saquearon Santo Domingo en enero de 1586, el incapaz gobernador español licenciado Cristóbal de Ovalle abandonó la ciudad aterrorizado, cuando era posible organizar una defensa porque la ciudad estaba amurallada. Drake saqueó, incendió y demolió gran cantidad de edificios y templos. Según Erwin Walter Palm, entre ciento cincuenta y trescientas casas de piedra fueron quemadas en alrededor de veinticinco días de aterrorizante permanencia de los corsarios. ¿Quién afrontó la situación? El pueblo con todas sus clases sociales. Drake propuso retirarse si le entregaban veinticinco mil ducados y toda la población aportó lo que tenía, poco o mucho. Las mujeres entregaron sus joyas y objetos de valor.

Existía una solidaridad actuante entre las clases. Pobres y ricos. Porque aquí no sucedió como en la vecina porción occidental de la isla, donde la esclavitud fue terriblemente cruel.

¿Qué cierta blandura aceptante nos ha afectado como Nación y todavía, en cierta medida lo hace?

Cierto.

Pero hay que tener en cuenta el cúmulo de frustraciones que ha sufrido el pueblo patriota, al creer en la honradez de líderes guerrilleros (salvo honrosas excepciones bastante recientes, como la del coronel Francis Caamaño y quienes siguieron sus ideales, resultado de nobles transformaciones de pensamiento).

Verdaderamente, aunque nos duela, a aquellos «generales de montonera», que encabezaban levantamientos y revoluciones, no les movía sino el logro de un mando regional o el control de una aduana o algo equivalente.

Luego vino un nuevo estilo, y hemos caído en la incredulidad de las intenciones nobles.

¿Qué persiguen quienes invierten alucionantes fortunas en lograr obtener una representación en la Cámara de Diputados, en el Senado, en cualquier posición electiva, baja o alta?

¿Servir al país?

No. Servirse a ellos mismos.

Y se abre más la brecha entre ricos y pobres. Se ha perdido el pudor porque se ha perdido la sensibilidad social, la valoración del prójimo, aunque ésta haya siempre sido insuficiente, mentirosa e hipócrita.

Sí. No cabe duda de que como decía Montaigne y el empresario aquel, el beneficio de un hombre es el perjuicio de otro.

Pero se trata de balance. Ya lo decía Platón. Todo extremo lleva al punto opuesto.

Hay que tener cuidado.

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