Entre reprobación y aplausos

Entre reprobación y aplausos

La tasa de rechazo hacia el Presidente Hipólito Mejía alcanza una media de 72%, conforme las encuestas de preferencias del electorado que se han publicado. Los niveles de aceptación hacia el ex Presidente Leonel Fernández promedian el 52%.

Entre la repulsa hacia el uno y la inclinación hacia el otro, existe un resquicio imperceptible para los estudios de opinión

pública. Esta fisura es percibible únicamente al considerar el objeto de la sociedad humana. Pero también las causales del comportamiento humano, y las motivaciones mediatas de la conducta.

Cuatro años atrás los resultados de esta evaluación eran inconcebibles. A Leonel Fernández se le despedía con olores de repudio, e Hipólito Mejía era recibido en olor de santidad. Aquél representaba una administración que frustró anhelos de sectores de la comunidad nacional. Este simbolizaba, como lo expresase una frase de campaña, «la esperanza de la gente». Pasados tres años y medio, los pecados de aquél pueden agruparse entre los veniales, y las culpas de éste figuran como capitales. De ahí los resultados de las encuestas destinadas a estimar las preferencias del electorado.

El Presidente Mejía pretende trascender la repulsión que concita, mediante procedimientos heterodoxos, algunos entendibles como la propaganda incesante, y otros cuestionables en un sistema democrático. El ex mandatario sostiene por su parte, un incesante laborantismo para ganar el favor de nuevos sectores de opinión pública, todavía sin confesa inclinación.

¿Por qué pudo modificarse tan radicalmente, la percepción que la opinión nacional tuvo antes del uno y del otro? Porque el recuerdo que se conserva de la administración Fernández registra niveles de bienestar perdidos bajo la administración Mejía. Por encima de los sentimientos que despertó el primero cuando se agotaba su período, está la desesperanza sembrada por el segundo en el ocaso de su mandato. Puede juzgarse como veleidosa la voluntad colectiva, pero es indudable que su cambio se determina por el desengaño provocado por quienes los gobiernan.

El administrador de la cosa pública no es un preboste en las sociedades humanas, sobre todo en la época contemporánea. Cien años atrás a poca gente le importaba la alteración de los precios de los bienes de consumo. La generalidad de las familias solían producir la mayor parte de los bienes de su consumo. Aún en países de mayor desarrollo relativo que la República Dominicana, este sistema era natural en los núcleos familiares.

Mi padre contaba a sus hijos de cómo la casa de los suyos era una factoría que procesaba desde el trigo arrancado de las espigas hasta el pan que se horneaba con su harina. Varón único entre cinco hembras, todos sabían trabajar este trigo, extraer aceite de las aceitunas, preparar quesos con leches de cabra y carneras, repujar pieles y hacer embutidos. ¿Qué importancia tenía en Mallorca el alza o disminución de los precios de estos artículos, si las familias procesaban los bienes primarios que procesaban para su conservación y aprovechamiento?

Mi madre, en El Seibo o La Romana, desconocía las ventajas del agua potable conducida por cañerías públicas. En la primera de estas poblaciones recogían el agua de los techos y las conducían a aljibes a flor de suelo. En los tiempos de sequía los varones colectaban el agua en arroyos y ríos, en cántaros de barro e higüeros.

Pero, ¿quién contiene la explosiva emotividad de los ciudadanos de hoy que deben comprar gasolina a más de cien pesos por galón o carecen de agua servida por un acueducto público? El disfrute de un bien social, o la percepción de que su ausencia disminuye la calidad de vida, obliga a la protesta contra los gobiernos. Y determina la inclinación del voto. La ignorancia por los políticos de esta realidad emocional ha determinado los bruscos vuelcos de una opinión pública que gira en sentido inverso al punto de vista sostenido un cuatrienio antes.

De las experiencias actuales debían derivarse lecciones que nos enseñen a manejar la Administración Pública. Esas lecciones debían obligarnos a ser gestores del bien común, y a abandonar la inveterada y dañina práctica de gobernar únicamente para aquellos que nos rodean. Porque de la diferencia entre el gobernar para beneficio de la comunidad o para repartir prebendas entre unos pocos deriva el recibir el rechazo o el aplauso del pueblo.

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