Entre sudar y abrigarse

Entre sudar y abrigarse

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Yo veía con mis ojos mil cosas que no entendía. En ocasiones me hacía preguntas intentando despejar mi confusión. Pero, ordinariamente, ni siquiera eso; al cabo de muchos meses, o de un año completo, caía en la cuenta de que lo que había visto no lo había visto en realidad. Sólo había registrado en la memoria unos destellos, unos colores, unas voces, ciertos movimientos de la gente. El verdadero significado de los acontecimientos no llegaba a entrar en mi cabeza. Veía, eso sí, que ricos y pobres eran capaces de los peores crímenes.

En medio de una guerra feroz, sin ley vigente y sin comida segura, los hombres respondían únicamente a sus impulsos primarios. Armados y en grupos, se convertían, casi todos, en pequeños dioses depredadores. Claro está, algunas personas, hechas de buena pasta, no perdían la compostura y vivían o morían con elegancia y dignidad. No abundaban. Son escasos los hombres y mujeres que no se dejan dominar por las modas perniciosas que impone la política. En cambio, hay miles de sujetos que cambian la manera de vestir, o el estilo de expresión, según soplen los vientos en el palacio de gobierno».

«En aquellos días no podía comunicarme bien en ruso; solamente hablaba francés. El español lo aprendí, poco a poco, en Francia, con los amigos de mi esposo. Marusia nos hablaba únicamente en francés por instrucciones de nuestro padre. Pero cuando mencionaba al escritor León Tolstoi Marusia nos decía: tolstoi, en ruso, significa espeso, macizo, sólido. Fuera de unas pocas expresiones rusas que empleaba mi madre, nada sabía de ese idioma que luego tuve que aprender a la fuerza, malamente, sin ningún maestro. El poema de Voloshin que me entregó Marusia no podía leerlo entonces. El papel donde estaba escrito tenía pegado encima una cartulina que cubría los versos finales del poema. Reparé en ello mucho tiempo después. Marusia quería que yo leyera el poema a mi hermano; pero ella consideró que la parte final eran tan dolorosa y trágica que su niño pequeño no debería conocer ese trozo terrible. La cartulina funcionaba como una veladura, la cual, por supuesto, podría descubrirse o arrancarse cuando él fuera un poco mayor».

«Marusia tenía esta clase de cuidados y delicadezas con todos los niños; también con los ancianos y los enfermos irremediables. El poema, que al fin pude leer, yo creí que concluía: «aún vivientes, los echaban en el foso. / De prisa los cubrían de tierra /». La parte tapada a los ojos de los niños terminaba así: «Al amanecer, se deslizaban hacia las mismas barrancas / mujeres, madres, perros. / Excavaban la tierra, peleaban por los huesos, / y besaban la carne querida. /» Firmes y macizas eran las convicciones de Marusia; inquebrantable su solidaridad con la familia, con la tierra de origen. Sufría sola, casi siempre en silencio; con algunas breves explosiones de indignación que me hacían quererla más. ¡Tan bella, bien vestida, elegante! Las cuerdas del sistema nervioso de mi madre estaban tensas continuamente. Eso la llevó a la tumba. Un poco de irresponsabilidad o de atolondramiento la habría ayudado a soportar la adversidad. Ella no se permitía esos descansos; no daba tregua a los deberes. No se abandonaba nunca al flujo del oleaje de la vida. Era orgullosa; quería señorear en todo momento; el destino la quebró».

«El poeta Voloshin, según Marusia, exclamaba a menudo: «Mi amarga Rusia filicida». Estoy segura de que eso se lo había contado mi abuelo, pues ella nos explicaba: «esta es una matanza entre hermanos». Su padre también le hablaba del conde León Nicolaievich; y fue su tío quien recomendó que me inscribieran en las escuelas tolstoianas, unos establecimientos anticonvencionales de enseñanza. La tónica general en ellos era el humanismo cristiano. En el pasado los zares habían cerrado las escuelas por considerarlas subversivas. Ahora las cerraban por la guerra o por intolerancia de los comisarios. Ciertos líderes políticos estimaban que Tolstoi era un viejo chiflado, un noble terrateniente avergonzado de sus privilegios de clase. Otros lo tenían por un santo eslavo que había confesado y expiado los pecados de la carne y de la ira. En el fondo, amaba a los pobres y los defendía de sus verdugos. Esto último decían sus seguidores, maestros regentes de las escuelas. Algunos eran extraños bolcheviques militantes que profesaban el ascetismo místico. Todos frugales, trabajaban la tierra, ayudaban a los desvalidos, practicaban la caridad».

«Tu y yo somos primos, dijo Menocal; tu familia y la de Dihigo se llevan bien desde la época de los abuelos. Podemos hablar en confianza. Ustedes sabían del doctor Ubrique por sus trabajos en la Unidad de Investigación Social, en La Habana; lo conocen mejor que yo, pues lo he visto por primera vez el día que se rompió el sello del legajo. Creo que es un hombre cabal. ¿Observaron su comportamiento el día del aguacero, cuando apareció el muerto? No quería causarnos problemas con la policía. Era evidente. Es hombre de muchas experiencias y conocimientos. – Primo, yo creía que estas averiguaciones del doctor Ubrique eran simples asuntos de historiadores, cosas de académicos eruditos. Mi padre y yo colaboramos con la Unidad desde hace años. Nunca creí que yo prestaría tanta atención a un documento requeteviejo como el que estamos leyendo. La verdad es que todos nos hemos tragado la lengua oyendo leer al húngaro. A mi el corazón me va dando brincos con cada párrafo que aquí se lee. ¡Parece mentira! La única diferencia es el clima: mientras en La Habana la gente suda, allá en San Petersburgo tiene que abrigarse. ¿Cuándo regresa Ubrique a Santiago? – Creo que ya debe estar en camino. Santiago de Cuba, 1993.

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